domingo, 8 de abril de 2018

Misteriosa Gualeguay


La lectura de dos “relatos ínfimos” del Cuaderno del Señalero n° 46 (acompaña la revista El Tren Zonal n° 188), titulado “Inmemorial” de Luis Luján, escritor de Gualeguaychú, entreabrió la puerta que lleva al misterio, una sintonía que es parte de la naturaleza. Misterio cuando se piensa en hechos asombrosos. Misterio cuando la ruptura de la realidad cotidiana -además, de fantástica, sorprendente- invita a pensar en el gran enigma que llamamos “más allá”, y aún más, cuando nos preguntamos por sus habitantes, los muertos, sus fantasmas, y a través de ellos llegamos hasta la inevitable incertidumbre: la posibilidad del regreso. Pienso en esa facultad del colibrí, según el relato de los guaraníes, para unir, para ser puentes entre el mundo de los vivos y de los muertos. Mientras desayunaba en esta mañana de domingo en la chacra gualeya, vi un colibrí jugar en la copa del jacarandá joven del fondo de casa. Volaba de rama en rama, se posaba en ellas, tomaba un respiro en su emoción deteniéndose un segundo en el espinillo vecino, y volvía al jacarandá, como si hubiera encontrado dormidas las almas de los muertos que debía llevar al otro mundo; porque las flores y las ramas de plantas y árboles -los guaraníes saben- es lugar donde el alma del muerto espera la llegada del colibrí, el llevador. Ir del mundo de los vivos al de los muertos, y volver, ¡ah!, siempre pensaremos en el regreso: a la infancia, al amor, a la vida. Un pie en cada mundo, así en la rayuela como en el misterio que acompaña nuestros días. Y la diferencia la establece la muerte. Leo en la autobiografía del notable Ramón Gómez de la Serna (1888-1963): “Automoribundia”, tomo 1: “(…) Quizá que pesaba en mí, como un suceso aciago –aunque no soy nada pesimista ni llorón-, el suceso de mi nacimiento. Aquél día fue como si muriese de alguna manera, como si me señalase plazo para comenzar, lo cual resultaba la primera limitación de la muerte. Algo de casa con la media puerta cerrada tiene la casa donde se nace. (…)”.
El triunfo de la muerte de Peter Brueghel, El Viejo.
Luis Luján abrió el misterio, lo maravilloso, en su “Galería de fantasmas”, leí: “Ñancay: A la tardecita de casi todos los viernes, yo me sentaba en alguna barranca del arroyo Ñancay y esperaba que pasara. Siempre aparecía. A veces con los últimos rayos de luz. Ahí pasaba el Viejo Solo, como todos lo llamaban. En su canoa que no abría el agua, que no hacía oleaje. Siempre en silencio, siempre igual” (Ñancay: vocablo guaraní que significa “Agua del diablo”. Arroyo al sur de Entre Ríos).Y luego: “Barrilete: Vi al niño en la plaza. Vi la piola que ascendía desde su mano al firmamento. Vi que el niño miraba la piola, incrédulo. No podía comprender por qué continuaba tensa si el barrilete ya no existía”.
La puerta había sido abierta dentro del escritorio de este cronista, trabajador de la cultura, desde la chacra gualeya. Entonces recordé las historias extraordinarias que guarda “Mi libro de otoño (Memorias)” de Mario Tamaño. Yo venía de leer cuentos clásicos del género fantástico y de terror donde, por ejemplo, abundaban casas viejas, misteriosas. Recuerdo también el libro del astrónomo francés Camille Flammarion (1842-1925): “Las casas encantadas”, pero fue en el libro de Tamaño donde leí una definición mucho más poética: “La casa asombrada”: “Así se llama en nuestra provincia a aquellas casas donde ocurren hechos extraños con aparecidos, ruidos de pasos, gritos, galope de caballos. (…)”. Y vuelvo a un fragmento de dicho libro donde el viento, como revelación mágica, se hace casi poesía: “En una vieja casa de madera, situada en el medio de la selva de Montiel, distrito Sauce de Luna, pasaban cosas extrañas. Nadie quería habitarla hasta que, por los años 27 o 28, y a raíz de la demanda de leña para el ferrocarril se instalaron varios obrajes en las proximidades del Arroyo del Medio. La casa asombrada la alquiló una empresa contratista de hacheros. Allí vino a vivir un viejo inglés del que no recuerdo su nombre. Una noche, ya acostado, escuchó que en el patio estaban hachando leña, y luego comenzó a oír el llanto de una criatura. Molesto, se levantó, se vistió y tomando un arma, abrió la puerta del inmenso caserón. Con gran sorpresa el míster constata que no había nadie, ni hachero ni niño alguno. Recorrió varias dependencias y no encontró nada. Esto, a menudo volvió a repetirse, por lo que el gringo, que decía que no creía ni en brujos ni aparecidos, encontró una explicación no sé si filosófica o física, pero muy práctica para poder vivir con tranquilidad. Él decía que la vieja casa de madera, guardaba sonidos, los que al soplar el viento se dejaban escuchar. Eran los sonidos de épocas pasadas que habían quedado guardados entre las maderas de la construcción. Esta vieja casa fue demolida en 1938”.
Detalle de "El triunfo de la muerte".
Hace ya un buen tiempo que guardo un par de historias “extraordinarias” ocurridas en la ciudad/río de Gualeguay. Aparecieron de manera sorpresiva, entre charlas de política e historia, sin premeditación. Mi corresponsal esta vez me pidió anonimato.
El primero de los relatos tiene que ver con un perro. Era una de esas noches de verano en que el cielo parece festival de fuegos artificiales: tormentas de mucho relámpago, rayo y trueno, pero el tiempo pasa y se estira la negativa a autorizar la lluvia. El testigo se ubicó en la puerta que daba al patio para mirar la noche. Y de pronto se encontró con un perro grande, de buen porte, asentado en sus dos patas. Se miraron un segundo. El perro se incorporó y caminó unos pasos alejándose de él. Se detuvo. Giró y volvieron, por un segundo más, a mirarse. El animal amagó con entrar a la casa, como si fuera a pasar por sobre la humanidad del testigo. El hombre gritó para alejar al perro. El animal huye, y el hombre cierra la puerta de un golpe. ¿Por qué huyó?, se preguntó muchas veces el hombre. Años después encontró, en una rejilla grande que había en el patio, un trozo de vidrio trabajado, del tipo que se usaba en las antiguas puertas cancel, que obstruía el caño de desagote. El hombre piensa que posiblemente, y por sobre su grito, una luz del cielo haya rebotado con su brillo en el vidrio y asustado al perro. El testigo aclara que no le gustan los animales, por lo tanto, no había perro en la casa; pero lo que sí había era un patio cerrado por tapiales. El hombre no entiende cómo llegó y cómo se fue el perro. Todo un misterio. O parte de un misterio más grande.
La visita ocurrió pasadas las 11 de la noche, hace ya unos 12 años. El hombre que cuenta afirma no haber buscado rastros del perro en el después. Me aclara que cuando hay tormentas cierra la puerta. Afirma el memorioso que todo se disolvió en la noche. Y que sólo quedó el recuerdo de la mirada, y en ese pasado una pregunta: “Por qué la mirada de sus ojos me resultaba conocida”. Mi pregunta no se hizo esperar, enseguida pensé en la posibilidad de que el testigo hubiera, a través de los años, descubierto al dueño de la mirada que había entrevisto en el perro. El relator dijo que sí. Era la mirada de un tío, una mirada que se le había quedado guardada desde los años de infancia. Aquel tío había tenido una vida marcada por la pérdida de un hijo y de algunos sobrinos, entre ellos un hermano de quien cuenta esta historia. Ya grande, recuerda el testigo, una vez, sintió que en la mirada del tío había un dejo de reproche para con él, por el simple hecho de estar vivo. Pero en aquella noche de la aparición, el testigo descubrió la mirada de la infancia. Dijo el hombre: “Quizá todo fue un misterio más en una casa vieja”.
Un árbol en el cementerio de Gualeguay.
Quien hace memoria me cuenta una nueva historia sucedida en Gualeguay. Hasta esta ciudad había llegado una pareja de franceses. Al poco tiempo de su llegada nació un hijo. Pero quiso el destino o la mala suerte que pronto falleciera el francés. Como era costumbre en esos años, y con más razón tratándose de extranjeros, con la familia lejana, la mujer volvió a unirse en matrimonio, esta vez con un italiano. Tuvieron dos hijos varones. La suerte volvió a ser esquiva, y la muerte se llevó al italiano. Obligada por las circunstancias, la francesa volvió a casarse, esta vez con un criollo. Tuvieron seis hijas. Con el tiempo, una a una las hijas se marcharon a Buenos Aires, donde se radicaron y siguieron sus vidas. Pero en Gualeguay quedó la hija menor, casada y dedicada a la docencia. Ella continuó viviendo en nuestra ciudad. La francesa había muerto. Las hermanas y el padre siguieron sus vidas en la lejana, por aquellos años, ciudad de Buenos Aires. Quien recuerda, el testigo, afirma que esta hija menor que se quedó en la ciudad, era su vecina, que vivía frente a su casa, y que desde la ventana podía ver el zaguán de su casa. Recuerda el testigo que una mañana vio que había llegado el padre a visitarla. Año 1954. Un hombre morocho, de anteojos y sombrero, que lucía su traje porteño de color gris claro. Pasaron los años y nunca volvió a ver al hombre. Años después, la hija, ya viuda y con cuatro hijos, también emprendió el camino de Buenos Aires. Cuenta el testigo que cincuenta años después, mientras caminaba por las calles del cementerio, rumbo a la salida, únicamente acompañado por los pájaros del lugar –“así como brindaron su canto a Jorge Luis Borges durante el homenaje que se tributó a su amigo el poeta Carlos Mastronardi”-, se cruzó con dos jóvenes mujeres. Las unía una sonrisa cómplice, como si supieran algo más en relación a él. En aquel día de 2010, unos metros más atrás de las dos mujeres, 56 años después, avanzaba un hombre morocho, de sombrero, con anteojos y traje gris claro. Al cruzarse con el testigo le dijo: ¡Visitando la mamá! Sí, respondió el testigo, y siguió su camino. Pero en un segundo el miedo se había apoderado de él. Su madre hacía casi treinta años que había fallecido. Era aquel hombre, lo había reconocido. Caminó rápido, y enseguida llegó a la tumba del padre Armelín. Dijo una oración. Volvió a mirar al hombre de traje gris que se alejaba rumbo al sector de nichos.
"El caballero de la muerte" de Salvador Dalí.
Es la muerte quien nos instala el tema del regreso, ¿se regresa de la muerte?, ¿es que los muertos visitan el lugar de sus muertos en el cementerio?, pienso en la francesa que murió en Gualeguay. Pienso, otra vez, en un mundo que presiento cercano, como si de colibrí se tratara mi tinta, pienso, siempre pienso y escribo sobre la muerte; ya se verá si tintas como esta la mantienen cercana o lejana en mi historia -como sea que se dispare la suerte del destino: no tengo dudas: regresaré-; mientras tanto me digo que en esta tinta llevo y traigo, gracias a la memoria de mi amigo gualeyo, saludables historias de fantasmas.
"El séptimo sello" de Bergman.


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