domingo, 15 de abril de 2018

Hadas en el castillo


Un avión, llegado desde la memoria, aterrizó en el pensamiento distraído de este cronista, justo cuando miraba el pasto amarillento en el fondo de su casa ubicada en la chacra gualeya. Conocía la historia de la visita accidental del escritor y aviador francés: Antoine De Saint Exupéry, el famoso autor de “El principito” (1943), a un “castillo”, el San Carlos, de Concordia, construido en 1889. El aviador tuvo una falla en su nave cuando establecía una ruta como trabajador de correo postal. Corría 1929 cuando aterrizó en cercanía de la casa de la familia Fuchs; pero del avión bajó el escritor, no el aviador. En su libro “Tierra de hombres” (1939) aparece una crónica de aquella visita inesperada a los Fuchs, y especialmente consigna la presencia de las hijas del matrimonio: Edda y Suzanne, de 9 y 14 años.
Fui gratamente sorprendido por el capítulo 5 de “Tierra de hombres”, diría que fui feliz durante la lectura, una fiesta de la mirada y la escritura. Por eso sostengo que del avión bajó el escritor: “Tanto hablé del desierto que, antes de seguir hablando de él, me gustaría describir un oasis. La imagen que tengo de él no está perdida en el fondo del Sáhara. Otro milagro del avión es que te sumerge directamente en el corazón del misterio. Eres un biólogo, estudiando, tras el tragaluz, el hormiguero humano; consideras, fríamente, esas ciudades asentadas en la planicie, en el centro de los caminos que se abren en forma de estrella y las alimentan, a la manera de arterias, con el jugo de los campos. Pero una aguja ha temblado en el manómetro y esa verde espesura se ha vuelto un universo. Eres prisionero de un campo de hierba en un parque adormecido.
No es la distancia lo que mide el alejamiento. La pared de un jardín doméstico puede encerrar más secretos que la Muralla China, y el alma de una niña está mejor protegida por el silencio, que lo están los oasis saharianos por el espesor de las arenas.
Voy a contar una breve escala realizada por ahí, en alguna parte en el mundo. Tuvo lugar cerca de Concordia, en Argentina, pero hubiera podido ser en cualquier otro lugar: en todos los lugares existe el misterio.
Había aterrizado en su campo y no sabía que iba a vivir un cuento de hadas. (…)”.
Aparecieron las niñas: “Detrás de un recodo del camino surgió, a la luz de la luna, un bosquecillo y detrás de esos árboles, una casa. ¡Era tan extraña! Compacta, maciza, casi una ciudadela. Castillo de leyenda que ofrecía, al franquear el porche, un refugio tan apacible, tan seguro, tan protegido como un monasterio.
Entonces aparecieron dos muchachas. Me examinaron con seriedad, como dos jueces apostados en el umbral de un reino prohibido. La más joven hizo una mueca de enojo y golpeó el suelo con una varilla de madera verde. Una vez presentado, ellas me tendieron sus manos en silencio, con un aire de curioso desafío, y desaparecieron.
Aquello me divertía y me encantaba. Todo era simple, silencioso y furtivo como la primera palabra de un secreto.
-Ya lo ve. Son ariscas -dijo el padre con naturalidad. (…)”. Resultó cierto aquello que me dijo, antes de venir a refugiarme en la ciudad/río, el amigo poeta Rubén Derlis sobre las entrerrianas: “Son todas ariscas”.
Fotografía de "Telaraña".
Una vez que Antoine entró en la casa se encontró con esta maravilla: “Me atraía, en el Paraguay, esa hierba irónica que asoma la nariz entre el pavimento de la capital y que, de parte de los invisibles bosques vírgenes, viene a ver si los hombres mantienen aún la ciudad, si no ha llegado la hora de sacudir un poco todas esas piedras. Me gustaba esa forma de deterioro que no expresaba sino una riqueza demasiado grande. Pero allí, de verdad, quedé maravillado.
Pues todo estaba ruinoso, y lo estaba adorablemente, a la manera de un viejo árbol cubierto de musgo al que la edad ha resquebrajado un poco, a la manera del banco de madera en el que los enamorados van a sentarse desde hace diez generaciones. Los revestimientos de madera estaban ajados, los batientes estaban raídos, las sillas patizambas. Pero si aquí no se reparaba nada, en cambio se limpiaba con fervor. Todo estaba pulcro, encerado, brillante.
El salón adquiría un rostro de extraordinaria intensidad como el de una anciana con arrugas. Yo admiraba todo: las grietas de las paredes, las desgarraduras en el techo y, por encima de todo, ese piso hundido aquí, bamboleándose allá, como una pasarela, pero siempre bruñido, barnizado, lustrado. Curiosa casa que no dejaba ver ninguna negligencia, ningún abandono, sino un extraordinario respeto. Cada año añadía, sin duda, algo a su encanto, a la complejidad de su rostro, al fervor de su atmósfera amiga, como por lo demás a los peligros del viaje que era preciso emprender para pasar de la sala al comedor.
-¡Cuidado!
Era un agujero. Se me hizo observar que en semejante agujero me hubiese roto, fácilmente, las piernas. Nadie era responsable de ese agujero: era la obra del tiempo. (…). De un modo muy natural habían desaparecido las jóvenes en esa casa de prestidigitación. ¡Cómo debían de ser los desvanes cuando el salón contenía ya las riquezas de un granero! Se adivinaba que, de la menor alacena entreabierta, caerían paquetes de cartas amarillas, recibos del bisabuelo, más llaves que cerraduras existen en la casa y de las cuales ninguna, con seguridad, correspondería a cerradura alguna. Llaves maravillosamente inútiles que confunden la razón y que hacen soñar con subterráneos, con cofres enterrados, con luises de oro. (…)”.
La familia y el visitante sentados a la mesa: “Pasamos a la mesa. Aspiraba, de una a otra pieza, esparcida como incienso, ese olor de vieja biblioteca que vale por todos los perfumes del mundo. Y, sobre todo, me atraía el trajín de las lámparas. Auténticas lámparas pesadas, que se acarreaban de una pieza a la otra, como en los más profundos tiempos de mi infancia y que componían en las paredes, maravillosas sombras: negras palmeras y abanicos de luz. Luego, una vez en su sitio, se movilizaban las playas de claridad y esas vastas reservas de noche, en derredor, donde crujían las maderas”.
Otra vez las niñas: “Las dos jóvenes reaparecieron tan misteriosamente, tan silenciosamente como se habían desvanecido. Se sentaron a la mesa con gravedad. Sin duda habían alimentado a sus perros, a sus pájaros, abierto sus ventanas a la noche clara y saboreado en el viento de la noche el olor de las plantas. Ahora, al desplegar sus servilletas, me vigilaban con el rabillo del ojo, con prudencia, preguntándose si me clasificarían o no en el catálogo de sus animales familiares, pues ellas poseían también una iguana, una mangosta, un zorro, un mono y abejas. Todos ellos viviendo entremezclados, entendiéndose maravillosamente, componiendo un nuevo paraíso terrenal.
Reinaban sobre todos los animales de la creación, encantándolos con las caricias de sus pequeñas manos, alimentándolos, dándoles de beber y contándoles historias que, desde la mangosta a las abejas, todos escuchaban. (…)”.
Antoine De Saint Exupéry
Las víboras: “Mis dos silenciosas hadas vigilaban tan bien mi comida, con tanta frecuencia hallaba sus miradas furtivas, que cesé de hablar. Se produjo un silencio y durante el mismo algo silbó ligeramente sobre el piso, murmuró bajo la mesa y luego se calló. Alcé una intrigada mirada. Entonces, sin duda, satisfecha de su examen, utilizando su último recurso y mordiendo el pan con sus jóvenes dientes salvajes, la menor me explicó simplemente con un candor con el cual confiaba, por lo demás, dejar estupefacto al bárbaro si acaso yo era uno de ellos:
-Son las víboras.
Y se calló, satisfecha, como si la explicación hubiera debido bastar a cualquiera que no fuera demasiado tonto. Su hermana lanzó una rapidísima mirada para juzgar mi primer movimiento y ambas inclinaron sobre sus platos los rostros más dulces e ingenuos del mundo.
-¡Ah!… Son las víboras…
Naturalmente que se me escaparon esas palabras. Algo se me había deslizado por mis piernas, había rozado mis pantorrillas, y ese algo eran las víboras.
Afortunadamente, sonreí. Y no por obligación: pues ellas lo hubiesen descubierto. Sonreí porque estaba alegre, porque esta casa me gustaba, decididamente, más a medida que pasaban los minutos, y porque yo también experimentaba el deseo de saber algo más acerca de las víboras.
La mayor acudió en mi ayuda:
-Ellas tienen su nido en un agujero bajo la mesa.
-Alrededor de las diez de la noche vuelven -añadió la hermana.
Cazan de día. (…)”.
¿Y el futuro de las niñas?: “Ahora, me parece un sueño. Todo ello queda muy lejos. ¿Qué se ha hecho de esas dos jóvenes? Sin duda se han casado. Pero, entonces, ¿han cambiado? Es muy serio pasar del estado de muchachas al de mujer. ¿Qué estarán haciendo en su nueva casa? ¿Qué se ha hecho de sus relaciones con los hierbajos y las serpientes?
Ellas formaban parte de algo universal. Pero llega un día en que la mujer se despierta dentro de la joven. Una sueña con otorgar, finalmente, un diecinueve. Un diecinueve pesa en el fondo del corazón. Entonces se presenta un imbécil. Por primera vez, la aguda mirada se equivoca y se ilumina con bellos colores. Si el imbécil hace versos, creen que es poeta. Se cree que comprende los pisos agujereados, se cree que ama a las mangostas. Se cree que lo halaga la confianza de una víbora que cimbrea bajo la mesa entre las piernas. Se le entrega el corazón que es un jardín salvaje, a él, que sólo ama los parques cuidados de la ciudad. Y el imbécil se lleva, como esclava, a la princesa”.
Ante la escritura maravillosa del escritor, el cronista decidió ajustar al mínimo su palabrería. Me digo que habría que agregar algunos datos sobre la historia del castillo, pero será en otra oportunidad. En esta nota las palabras son del visitante ilustre: Antoine De Saint Exupéry. Releo su texto e imagino aquel encuentro en esa casa donde el tiempo marcaba un tiempo en que disfrutaban de la vida un puñado de seres humanos. Ocurrió en Concordia, Entre Ríos.

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