Así
anotó, por muchas razones, el chileno Víctor Jara. Tomo la expresión para
hablar, en este caso, de la siesta, y no exclusivamente en la ciudad/río de
Gualeguay (por acá las brujas también existen), sino de la siesta que se abate
sobre las criaturas de la aldea global. Ante una amenaza que no reconoce
fronteras, la resistencia debe estar a la altura; entonces, desde la aldea
gualeya va también esta invitación a despegar de una siesta que viene con la
peor de las Solapas.
Hablo
de la adicción a la tecnología que nos “enreda” en sociedad, hablo de vivir
conectados a través de cantidad de aparatitos que los distraídos adoran como
verdades reveladas: los nuevos dioses que prometen felicidad y pertenencia. Esa
felicidad táctil y sus coloridas canciones arrullan la siesta señalada. Dicha
siesta comienza cuando aquello que debería ser incorporado a los días como
herramienta, termina teniendo la entidad de un fin en sí mismo. Soy testigo a
diario de la desconexión, porque en este caso: estar conectado, desconecta; las
caricias sobre el teléfono se repiten, una y otra vez, sin pensarlo, de la
misma manera que el fumador compulsivo enciende el cigarrillo: ejecutar el pase
mágico que abre la ventana para asomarse al abismo que viene con caripela de
foto intrascendente o un “me gusta” que alienta a seguir pensando en nada. Hay
imágenes que no se olvidan, ejemplo: fiesta de cumpleaños de 15, música y
baile, y las pequeñas damiselas bailando solas con los celulares en las manos.
A
diario soy testigo del descalabro causado a través de la adicción a la tecnología:
la vieja de la red (qué corto quedó el viejo de la bolsa). Practico la mirada,
la escritura, la lectura, y a veces uno da un paso adelante y refuerza lo
entrevisto. Así me sucedió con una nota escrita por Axel Marazzi, especialista
en temas de tecnología. La nota -la leí en la “Revista Anfibia” de UNSAM
(Universidad Nacional de San Martín), y originalmente fue publicada en la
revista “Qué Pasa” de Chile- es una mezcla de testimonio personal e
investigación sobre el tema: “Cinco horas diarias mirando el teléfono”.
Marazzi
abre el juego de esta manera: “Trabajo siete horas por día, duermo otras siete
y una aplicación me dice que en promedio uso el teléfono cinco horas diarias.
También que lo desbloqueo unas 150 veces por día: eso quiere decir que no puedo
pasar siete minutos despierto sin volver a él. Lo primero que hago cuando suena
la alarma por la mañana, antes de ir al baño, lavarme los dientes y la cara, es
mirar si me llegó un mail importante, cuántos likes tuvo la última foto que
subí a Instagram o si se viralizó alguno de los tuits que publiqué el día
anterior”. Toda una descripción del paisaje general, continúa: “Uso WhatsApp
para hablar con mis jefes, con mi novia, con mis amigos. Juego en el
smartphone, uso una app que me dice cuántos kilómetros corrí y cuántas calorías
quemé, otra me informa cómo llegar a direcciones que desconozco, otra cómo
estará el clima —he llegado a mirarla antes de abrir las cortinas de mi cuarto—
y otra hace todas mis transferencias bancarias. El iPhone es la extensión
perfecta de mi mano derecha”.
El
autor, para saber de sus tiempos, incorporó “Moment”: “una aplicación que te
avisa si usas demasiado el celular”. Supo así que: “El 50% de mi tiempo libre
lo estoy pasando delante de la pantalla del iPhone”.
En
la investigación: “(…) En una entrevista al medio estadounidense Axios, Parker
reconoció lo que pensaban a la hora de crear Facebook: ‘¿Cómo podemos consumir
la mayor parte de tu tiempo consciente? Teníamos que darte un poquito de
dopamina a cada rato. Porque alguien te había dado ‘me gusta’ o porque había
comentado tu foto. Y eso contribuye a la creación de más contenido para, de
nuevo, crear más comentarios y más ‘me gusta’”. Se pregunta Marazzi: “Me
pareció tan burdo que sentí que había entendido mal. ¿Estaba diciendo que nos
hicieron adictos de forma consciente? Sí, lo estaba haciendo: ‘Es la clase de
cosas que se le ocurriría a un hacker como yo, porque estás explotando las
vulnerabilidades de la psiquis humana. Los creadores de redes sociales como yo,
Mark [Zuckerberg] o Kevin Systrom [Instagram] entendimos muy bien que esto iba
a suceder y aun así lo hicimos’”.
Confesión:
“(…) Parker no era el único ex Facebook que había salido a hacer su mea culpa.
Chamath Palihapitiya, que estuvo en la empresa hasta 2011 y fue vicepresidente
de crecimiento de usuarios, también tenía remordimientos. En un foro de la
Escuela de Negocios de Stanford dijo: ‘Los ciclos de retroalimentación a corto
plazo impulsados por la dopamina que hemos creado están destruyendo el
funcionamiento de la sociedad’”. De qué se trata: “(…) Todos hablaban de
dopamina y yo necesitaba averiguar no sólo qué era, sino además qué generaba
cada like en una recóndita zona de mi cerebro. Por eso contacté a la bioquímica
Katia Gysling, profesora de la Universidad Católica y reconocida investigadora
del sistema dopaminérgico, quien me lo explicó de manera simple: ‘Es un
neurotransmisor que determina nuestra motivación para acceder a la comida, a la
interacción social, incluso al apareamiento. Es esencial para poder motivarnos.
Las drogas adictivas y los estímulos generados por factores como obtener
recompensas económicas o sociales producen una gran liberación de dopamina’”.
De
esta manera se sigue construyendo el paisaje, luego: “(…) Instagram es una
vidriera mentirosa que exhibe sólo los momentos perfectos de la vida de sus
usuarios, Facebook nos segrega en grupos de personas donde todos opinan lo
mismo, haciéndonos sentir validados y fragmentando las comunidades, y YouTube
utiliza su autoplay por defecto para que pases de video en video sin poder
desengancharte. Todo controlado por algoritmos que saben perfectamente lo que
nos gusta”. Un espanto; el horror, el horror, y recuerdo a Marlon Brando en el
final de “Apocalypse Now” de Coppola.
El
señor Raskin le dijo a Marazzi: “(…) Me explicó, también, que todos estos
productos que usamos a diario no son, en absoluto, neutrales. ‘Son parte de un
sistema diseñado para volvernos adictos. Llegamos hasta acá porque todas estas
compañías produjeron cosas increíbles, que nos benefician, pero que al mismo
tiempo tienen un modelo de negocio que se basa en engancharnos. Eso significa
algo evidente: que detrás de cada una de las pantallas de las apps hay miles de
ingenieros a quienes les pagan para que nosotros queramos volver’”. Bien, y
entonces: “Después de entrevistar a Raskin me quedé pensando en algo evidente,
pero que tal vez nunca me había cuestionado de verdad: que usar redes sociales
puede ser gratuito, pero de algún lado tiene que salir el dinero para
mantenerlas. De golpe, creí entender algo fundamental: que nosotros no pagamos
por esos productos, porque nosotros somos el producto”. Marazzi habla de la “economía
de la atención”: “Es simple: en el negocio de las apps el oro es nuestro
tiempo. Este tipo de plataformas generan ingresos a medida que más tiempo las
usamos. Si nuestra atención fuese infinita, no sería un problema, pero no sólo
no lo es, sino que además está afectada por nuestra necesidad de trabajar,
dormir y tener vida fuera de nuestras pantallas. Por eso las empresas deben
luchar entre ellas para crear nuevas formas de mantenernos atentos, y no hay
ninguna tan efectiva como explotar nuestro deseo de validación social”. Y aquí
aparece todo un tema a la hora de habitar las redes sociales; hay una necesidad
de reconocimiento en muchas personas, una necesidad de formular pensamientos
importantes que validen sus vidas en la sociedad de la cáscara. En dicha
sociedad del cartón pintado alcanza con repetir zócalos o slogans, la sustancia
formateada de los medios que solo tiene lugar en el afuera, donde puede jugarse
la fantasía de ser aquello que no se es. Suma Marazzi sobre la adicción: “(…) “Incluso
el tiempo que tarda cada aplicación en actualizar nuestro timeline está
pensado. Mientras esperamos a que las redes nos muestren los likes y
comentarios que recibieron nuestras publicaciones, el cerebro recibe la misma
sensación que cuando está girando la ruleta del casino. No sabemos si vamos a
ganar, pero la posibilidad nos mantiene enganchados. Según Tristan Harris, los
smartphones son esencialmente eso: máquinas tragamonedas que están en los
bolsillos de miles de millones de personas. (…) La mayor parte de la gente ni
siquiera consideraría que podemos ser adictos a algo tan normalizado como
Facebook o Netflix. Tendemos a reservar la palabra ‘adicción’ para las drogas o
el alcohol, pero estudios científicos recientes demostraron que hay cambios
profundos en el cerebro de quienes tienen adicciones conductuales, que son
similares a aquellos con adicciones a las drogas”. Marazzi cita a Tanya
Schevitz. creadora de una campaña mundial para “que las personas recuerden, al
menos un día cada año, cómo era vivir sin smartphones. ‘Sin conversación y
cambios vamos en un camino peligroso’, me dijo. ‘La expectativa de que siempre
alguien te puede contactar, de que responderás inmediatamente a ese pitido, a
ese zumbido de mensajes, correos y llamadas creó una sociedad de personas que
están desbordadas’”.
Y
hablando de desbordes, el físico chileno Cristián Huepe, que investiga para la
Universidad de Northwestern, que en 2012 fue capaz de prever la llegada de la
posverdad, le dijo a Marazzi: “‘Al fragmentar nuestras redes sociales y generar
burbujas extremas estamos llegando al punto en que no sólo no compartimos ni
discutimos nuestras opiniones con grupos distintos, sino que ya ni siquiera compartimos
la misma realidad’”. Me citó un caso que está teniendo un auge espectacular en
los últimos tiempos: el de las personas que vuelven a creer que la Tierra es
plana. Hoy es muy fácil ir a YouTube o Facebook y encontrar una comunidad que
apoye cualquier teoría falsa, retroalimentando la idea y validándola ante
nuevos incautos”.
Duerme,
duerme, negrito… anotó el grande de Jara, y yo anoto: mientras los interesados
en el silencio, en el vacío mental -porque cuántas veces estás ausente en una
reunión por estar dentro del celular, cuántas veces entre tu familia, amigos,
en la charla con los maestros en la escuela donde va tu hijo- te necesitan
enredado, siempre con la zanahoria de lucecitas por delante: enredado para no
saber del paisaje, quién te gobierna, qué ideas defiende, cuánto hay de mentira.
El poder necesita que compres lo que ellos venden. Mientras sigas bailando en
soledad, aislado, con el celular en la mano, vas a dormir la mala siesta. Esta
Solapa existe y corta cabezas con la guadaña que no mancha, la que deja todo en
su lugar. Te quieren durmiendo, negrito; les interesa que duermas, pero que no
tengas sueños. Ellos, siempre ahí: los de la vereda de enfrente. Que la siesta
sea recreo que se decide, que la herramienta colabore, que la motivación de la
vida esté dada en una vida atenta, a conciencia despierta.
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