domingo, 22 de abril de 2018

Duerme, duerme, negrito...


Así anotó, por muchas razones, el chileno Víctor Jara. Tomo la expresión para hablar, en este caso, de la siesta, y no exclusivamente en la ciudad/río de Gualeguay (por acá las brujas también existen), sino de la siesta que se abate sobre las criaturas de la aldea global. Ante una amenaza que no reconoce fronteras, la resistencia debe estar a la altura; entonces, desde la aldea gualeya va también esta invitación a despegar de una siesta que viene con la peor de las Solapas.
Hablo de la adicción a la tecnología que nos “enreda” en sociedad, hablo de vivir conectados a través de cantidad de aparatitos que los distraídos adoran como verdades reveladas: los nuevos dioses que prometen felicidad y pertenencia. Esa felicidad táctil y sus coloridas canciones arrullan la siesta señalada. Dicha siesta comienza cuando aquello que debería ser incorporado a los días como herramienta, termina teniendo la entidad de un fin en sí mismo. Soy testigo a diario de la desconexión, porque en este caso: estar conectado, desconecta; las caricias sobre el teléfono se repiten, una y otra vez, sin pensarlo, de la misma manera que el fumador compulsivo enciende el cigarrillo: ejecutar el pase mágico que abre la ventana para asomarse al abismo que viene con caripela de foto intrascendente o un “me gusta” que alienta a seguir pensando en nada. Hay imágenes que no se olvidan, ejemplo: fiesta de cumpleaños de 15, música y baile, y las pequeñas damiselas bailando solas con los celulares en las manos.
A diario soy testigo del descalabro causado a través de la adicción a la tecnología: la vieja de la red (qué corto quedó el viejo de la bolsa). Practico la mirada, la escritura, la lectura, y a veces uno da un paso adelante y refuerza lo entrevisto. Así me sucedió con una nota escrita por Axel Marazzi, especialista en temas de tecnología. La nota -la leí en la “Revista Anfibia” de UNSAM (Universidad Nacional de San Martín), y originalmente fue publicada en la revista “Qué Pasa” de Chile- es una mezcla de testimonio personal e investigación sobre el tema: “Cinco horas diarias mirando el teléfono”.
Marazzi abre el juego de esta manera: “Trabajo siete horas por día, duermo otras siete y una aplicación me dice que en promedio uso el teléfono cinco horas diarias. También que lo desbloqueo unas 150 veces por día: eso quiere decir que no puedo pasar siete minutos despierto sin volver a él. Lo primero que hago cuando suena la alarma por la mañana, antes de ir al baño, lavarme los dientes y la cara, es mirar si me llegó un mail importante, cuántos likes tuvo la última foto que subí a Instagram o si se viralizó alguno de los tuits que publiqué el día anterior”. Toda una descripción del paisaje general, continúa: “Uso WhatsApp para hablar con mis jefes, con mi novia, con mis amigos. Juego en el smartphone, uso una app que me dice cuántos kilómetros corrí y cuántas calorías quemé, otra me informa cómo llegar a direcciones que desconozco, otra cómo estará el clima —he llegado a mirarla antes de abrir las cortinas de mi cuarto— y otra hace todas mis transferencias bancarias. El iPhone es la extensión perfecta de mi mano derecha”.
El autor, para saber de sus tiempos, incorporó “Moment”: “una aplicación que te avisa si usas demasiado el celular”. Supo así que: “El 50% de mi tiempo libre lo estoy pasando delante de la pantalla del iPhone”.
En la investigación: “(…) En una entrevista al medio estadounidense Axios, Parker reconoció lo que pensaban a la hora de crear Facebook: ‘¿Cómo podemos consumir la mayor parte de tu tiempo consciente? Teníamos que darte un poquito de dopamina a cada rato. Porque alguien te había dado ‘me gusta’ o porque había comentado tu foto. Y eso contribuye a la creación de más contenido para, de nuevo, crear más comentarios y más ‘me gusta’”. Se pregunta Marazzi: “Me pareció tan burdo que sentí que había entendido mal. ¿Estaba diciendo que nos hicieron adictos de forma consciente? Sí, lo estaba haciendo: ‘Es la clase de cosas que se le ocurriría a un hacker como yo, porque estás explotando las vulnerabilidades de la psiquis humana. Los creadores de redes sociales como yo, Mark [Zuckerberg] o Kevin Systrom [Instagram] entendimos muy bien que esto iba a suceder y aun así lo hicimos’”.
Confesión: “(…) Parker no era el único ex Facebook que había salido a hacer su mea culpa. Chamath Palihapitiya, que estuvo en la empresa hasta 2011 y fue vicepresidente de crecimiento de usuarios, también tenía remordimientos. En un foro de la Escuela de Negocios de Stanford dijo: ‘Los ciclos de retroalimentación a corto plazo impulsados por la dopamina que hemos creado están destruyendo el funcionamiento de la sociedad’”. De qué se trata: “(…) Todos hablaban de dopamina y yo necesitaba averiguar no sólo qué era, sino además qué generaba cada like en una recóndita zona de mi cerebro. Por eso contacté a la bioquímica Katia Gysling, profesora de la Universidad Católica y reconocida investigadora del sistema dopaminérgico, quien me lo explicó de manera simple: ‘Es un neurotransmisor que determina nuestra motivación para acceder a la comida, a la interacción social, incluso al apareamiento. Es esencial para poder motivarnos. Las drogas adictivas y los estímulos generados por factores como obtener recompensas económicas o sociales producen una gran liberación de dopamina’”.
De esta manera se sigue construyendo el paisaje, luego: “(…) Instagram es una vidriera mentirosa que exhibe sólo los momentos perfectos de la vida de sus usuarios, Facebook nos segrega en grupos de personas donde todos opinan lo mismo, haciéndonos sentir validados y fragmentando las comunidades, y YouTube utiliza su autoplay por defecto para que pases de video en video sin poder desengancharte. Todo controlado por algoritmos que saben perfectamente lo que nos gusta”. Un espanto; el horror, el horror, y recuerdo a Marlon Brando en el final de “Apocalypse Now” de Coppola.
El señor Raskin le dijo a Marazzi: “(…) Me explicó, también, que todos estos productos que usamos a diario no son, en absoluto, neutrales. ‘Son parte de un sistema diseñado para volvernos adictos. Llegamos hasta acá porque todas estas compañías produjeron cosas increíbles, que nos benefician, pero que al mismo tiempo tienen un modelo de negocio que se basa en engancharnos. Eso significa algo evidente: que detrás de cada una de las pantallas de las apps hay miles de ingenieros a quienes les pagan para que nosotros queramos volver’”. Bien, y entonces: “Después de entrevistar a Raskin me quedé pensando en algo evidente, pero que tal vez nunca me había cuestionado de verdad: que usar redes sociales puede ser gratuito, pero de algún lado tiene que salir el dinero para mantenerlas. De golpe, creí entender algo fundamental: que nosotros no pagamos por esos productos, porque nosotros somos el producto”. Marazzi habla de la “economía de la atención”: “Es simple: en el negocio de las apps el oro es nuestro tiempo. Este tipo de plataformas generan ingresos a medida que más tiempo las usamos. Si nuestra atención fuese infinita, no sería un problema, pero no sólo no lo es, sino que además está afectada por nuestra necesidad de trabajar, dormir y tener vida fuera de nuestras pantallas. Por eso las empresas deben luchar entre ellas para crear nuevas formas de mantenernos atentos, y no hay ninguna tan efectiva como explotar nuestro deseo de validación social”. Y aquí aparece todo un tema a la hora de habitar las redes sociales; hay una necesidad de reconocimiento en muchas personas, una necesidad de formular pensamientos importantes que validen sus vidas en la sociedad de la cáscara. En dicha sociedad del cartón pintado alcanza con repetir zócalos o slogans, la sustancia formateada de los medios que solo tiene lugar en el afuera, donde puede jugarse la fantasía de ser aquello que no se es. Suma Marazzi sobre la adicción: “(…) “Incluso el tiempo que tarda cada aplicación en actualizar nuestro timeline está pensado. Mientras esperamos a que las redes nos muestren los likes y comentarios que recibieron nuestras publicaciones, el cerebro recibe la misma sensación que cuando está girando la ruleta del casino. No sabemos si vamos a ganar, pero la posibilidad nos mantiene enganchados. Según Tristan Harris, los smartphones son esencialmente eso: máquinas tragamonedas que están en los bolsillos de miles de millones de personas. (…) La mayor parte de la gente ni siquiera consideraría que podemos ser adictos a algo tan normalizado como Facebook o Netflix. Tendemos a reservar la palabra ‘adicción’ para las drogas o el alcohol, pero estudios científicos recientes demostraron que hay cambios profundos en el cerebro de quienes tienen adicciones conductuales, que son similares a aquellos con adicciones a las drogas”. Marazzi cita a Tanya Schevitz. creadora de una campaña mundial para “que las personas recuerden, al menos un día cada año, cómo era vivir sin smartphones. ‘Sin conversación y cambios vamos en un camino peligroso’, me dijo. ‘La expectativa de que siempre alguien te puede contactar, de que responderás inmediatamente a ese pitido, a ese zumbido de mensajes, correos y llamadas creó una sociedad de personas que están desbordadas’”.
Y hablando de desbordes, el físico chileno Cristián Huepe, que investiga para la Universidad de Northwestern, que en 2012 fue capaz de prever la llegada de la posverdad, le dijo a Marazzi: “‘Al fragmentar nuestras redes sociales y generar burbujas extremas estamos llegando al punto en que no sólo no compartimos ni discutimos nuestras opiniones con grupos distintos, sino que ya ni siquiera compartimos la misma realidad’”. Me citó un caso que está teniendo un auge espectacular en los últimos tiempos: el de las personas que vuelven a creer que la Tierra es plana. Hoy es muy fácil ir a YouTube o Facebook y encontrar una comunidad que apoye cualquier teoría falsa, retroalimentando la idea y validándola ante nuevos incautos”.
Duerme, duerme, negrito… anotó el grande de Jara, y yo anoto: mientras los interesados en el silencio, en el vacío mental -porque cuántas veces estás ausente en una reunión por estar dentro del celular, cuántas veces entre tu familia, amigos, en la charla con los maestros en la escuela donde va tu hijo- te necesitan enredado, siempre con la zanahoria de lucecitas por delante: enredado para no saber del paisaje, quién te gobierna, qué ideas defiende, cuánto hay de mentira. El poder necesita que compres lo que ellos venden. Mientras sigas bailando en soledad, aislado, con el celular en la mano, vas a dormir la mala siesta. Esta Solapa existe y corta cabezas con la guadaña que no mancha, la que deja todo en su lugar. Te quieren durmiendo, negrito; les interesa que duermas, pero que no tengas sueños. Ellos, siempre ahí: los de la vereda de enfrente. Que la siesta sea recreo que se decide, que la herramienta colabore, que la motivación de la vida esté dada en una vida atenta, a conciencia despierta.

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