domingo, 25 de marzo de 2018

Gualeguay en marzo


El cronista ha arribado nuevamente al mes de marzo. Un marzo más en su vida, en su escritura y memoria. Escribía lo siguiente, en marzo del año pasado, a partir de una imagen, de una presencia: “Una lechuza visita la cercanía de mi casa en la zona de chacras. Silenciosa. Uno de los seres que gustan de andar en la noche. De mirada atenta, fiel a su esencia. Hubo una primera vez: la descubrí sobre el poste desde donde se sostiene la luz del alumbrado público. En la sombra. Presente y oculta, respirando a conciencia. Después la vi sobre distintos postes del cerco sin alambrado que marca el terreno de enfrente. La lechuza se hizo vecina. Cuando no la veo, ella me avisa que está: un chistido, un grito de atención. Una rajadura fina en el aroma de la noche. Sonido misterioso, una tela de araña sonora que, digo, me invita a pensar, primero en que ella está ahí, y luego a revisar otros pensamientos. Fue tiempo después que, una vez conocidos los movimientos finales del día en la casa, se acercó y ocupó un lugar en la columna central de las tres que se levantan al frente; columnas de cemento con una base cuadrada en el extremo. Desde allí, la lechuza, observa la vida, y piensa. La espié, la espío, desde la ventana del escritorio; miro por entre los listones de la persiana, en los finales de labor. Ahí está, poco movimiento. Repito: atenta, pensativa”. Hay en la presencia de la lechuza una identificación. Me descubro ejerciendo la mirada, el pensamiento, la memoria, mi escritura desde la mesa de trabajo que sostiene mi laborar, mis silencios, mis tristezas.
Escribo más seguido entre los borradores de mi memoria, durante el principio del silencio de cada noche en la chacra gualeya, que aquello que termino consignando en una nota, en la página de un libro. Y cuando se aproxima el mes de marzo, cuando voy dentro de sus días, aparece una necesidad, una marca en las aguas de la memoria, una sintonía de conciencia explícita que me lleva hasta una de las oscuridades que tanto duelen en nuestra historia como país.
Hago memoria en medio de este marzo de comienzo del otoño -hoy veía los álamos que, en el fondo del terreno, agitados por un importante viento sur, enseñaban, flameantes, altos en mi cielo, las primeras hojas en amarillo-, en un nuevo año señalado en triste marzo en que se hace presencia insoslayable el recuerdo del inicio y el “mientras tanto” de la última dictadura cívico-militar (sí, la última: porque hubo varias puñaladas en el relato de nuestro ayer). El recuerdo de la dictadura me llevó de regreso hasta el camino diario que hacía, de mañana, rumbo al colegio secundario. Un camino hacia uno de los momentos más duros de mi vida. Ni siquiera los sufrimientos que tuve que aguantar durante el servicio militar obligatorio (salí de baja 20 días antes de Malvinas), cuando de ciudadano fui transformado en soldado que debía defender una patria que me resultaba extraña –después entendí que aquella patria a defender era la de ellos: los que históricamente han detentado el poder en este país-, una patria que me expulsaba al tiempo que me usaba como esclavo. Decía entonces que ni aquella colimba dolorosa fue tan terrible como mi asistencia a la secundaria durante los días de la dictadura. Cursé en un colegio cercano a la base aérea de El Palomar; fueron mis compañeros hijos de militares y de nuevos ricos que vivían en la zona: clase media con maestría en el arte de odiar; y es esa misma clase la que sigue soñando un país para pocos. Soporté la discriminación por ser hijo de obrero, por no llevar ropa de marca, por sencillamente no pertenecer a esa elite refugiada en la Ciudad Jardín: yo era apenas un “negro” de Martín Coronado. La mañana del Golpe del asesino Videla y compañía, no hubo clases. De todas maneras caminé hasta el colegio. Estos días a los que vuelvo, estos tiempos y acciones humanas de aquella sociedad hicieron posible la formación del piso social necesario para poder ejecutar la barbarie que habían planeado los asesinos. Para el pobre nada de derechos, nada de sueños por un mundo más justo; para los que no pertenecen está prohibida la toma de conciencia, y señalo la cuestión como realidad del pasado y de este presente.
En aquellos años, décadas de los ’60 y ’70, había mucha fuerza: la gente pedía en las calles, y no solo en este país, sino en la región, en el mundo todo, se exigía y se luchaba por un mundo más justo. Basta de dominación, basta de sojuzgamiento de los pueblos. Pueblo no es solo un término al que muchos interesados quieren vaciar de contenido; el pueblo es presencia que se nutre en el derecho a tener una vida digna de cada uno de los ciudadanos: trabajo, educación y salud. En aquellos años ocurrió la guerra de liberación de Argelia, la Revolución Cubana, la lucha del pueblo de Vietnam, primero contra Francia y después contra Estados Unidos, y el primer intento de guerrilla peronista: Uturuncos en la montaña tucumana; fue el tiempo del Mayo Francés, con estudiantes en la calle, como estudiantes y obreros hubo en las calles de nuestro Cordobazo. El sistema, el mundo establecido, se resquebrajaba, hubo miedo en el sistema y entonces se necesitó de las bestias asesinas.
Escribía en marzo pasado sobre los días que arrancaron en aquel marzo del 76, y lo escrito sigue en mí, sigo con el mismo asombro y dolor, la misma mirada: “Me ocurría que no podía, no puedo sacarme de la cabeza, que esas barbaridades fueron cometidas por sujetos de la misma especie: hombres, simplemente hombres capaces de comportamientos tan miserables. Y hombres siendo parte de un plan ideado por hombres. Sé que esto es una obviedad: los asesinos fueron hombres. Pienso, a partir de ellos, en la capacidad del hombre para ejercer el mal”.
Y una transformación tan necesaria: “Aquel Estado dejó de lado las leyes para fundarse en terrorista, para nacer como Estado aniquilador frente a todo aquel que pensara distinto. Aniquilador de los Derechos Humanos fundamentales. Y después la muerte, la figura dolorosa del desaparecido, los mil horrores soportados en la tortura: en cárceles y centros clandestinos de detención. Pienso en las fosas comunes, como las que vi en mi adolescencia en documentales sobre el nazismo. Pienso en las ausencias: sin tumba, sin nombre, sin cenizas, algo tan necesario, tan humano para establecer el final. Pienso en estas historias salvajes”.
La dictadura, el Terrorismo de Estado, como sinónimo de la devastación de la vida, de una generación, de una juventud a la que no le conformaba la disposición hipócrita del mundo: aquella juventud supo de sueños, trató de hacer realidad la utopía; jóvenes que querían hacer a un lado los intereses del poder económico para fundarse en la realidad de un mundo solidario. En ellos pensamiento, ideas, compromiso, arte, y lucha.
El desastre armado en Malvinas tuvo el mismo protagonista que el horror desatado en la seguridad interna del país: el glorioso Ejército nacional, una herramienta servil al poder económico internacional y nacional, que siempre van de la mano. Los profesionales de la guerra que juraron defender la patria (la de ellos) hasta la muerte, no destacaron en la lucha contra pares profesionales, sino pateando las puertas de las casas de los ciudadanos; mejor robar: dinero, muebles y pibes, que vérselas en una batalla real.
No fue guerra, nunca hubo dos demonios, y en cambio sí, siempre dice presente la primera sangre: la que derrama el sistema injusto. ¿Por qué juzgar la reacción sin siquiera preguntarse por la primera sangre? El sistema es el primer interesado.
Hace cinco años que vivo en la ciudad/río de Gualeguay, y quiero, en este momento en que escribo sobre memoria, que nuestra dama sea más río que ciudad; el río como abrazo amigo para recordar a las víctimas del Terrorismo de Estado durante la última dictadura militar: hombres y mujeres que asumieron su destino marcado por las manos de los asesinos. En el río que es Gualeguay en esta memoria quiero anotar el nombre de aquellos gualeyos que no pudieron volver a casa para contar su historia: Tilo Wenner, Carlos Surraco, Jorge Camilión, Ricardo Giménez, Juana Armelín, Carlos Cerrudo, Néstor Furrer, Néstor Da Dalt, Martín Hauscarriaga, Pedro Galván, Elda Viviani, Jorge Correa. Y quiero consignar a los otros hijos de este río que también fueron víctimas del Terrorismo de Estado, que pasaron por centros clandestinos de detención y cárceles, y que pudieron, pueden, contar sus historias. Están vivos y es necesario escucharlos. Ellos son: Pepe Quintana, Antonio Fiorotto y su compañera Diana Beatriz Callero, Gustavo Gálligo, Beatriz Grasso, Samuel Jajan y su compañera María Gutiérrez, Miguel Poletti y su compañera Ana Pastormerlo, Raúl Correa, Mariana Fumaneri, Teresa Regner.
Desde mi escritorio, subido a mi asiento, trato de pensar y mirar como mi amiga la lechuza. Pienso, miro, recuerdo, en las noches de este nuevo marzo, donde además hay que saber que se está pidiendo, desde las altas esferas del poder, detención domiciliaria para los genocidas condenados por la Justicia, repito: por la Justicia, y no por los designios enfermos de una patota de criminales, así sus modos cuando no eran tan abuelitos. Escribo, bajo del cursor para respirar, para buscar esperanza en los valores de la memoria.
Siempre vuelvo a ellos: los desaparecidos. Pienso en su ausencia/presencia que no deja de pedir la palabra para aclarar un par de verdades. La historia de un país se escribe entre todos los relatos, en ellos la memoria de los hacedores. Una historia que se escribe para ser leída en voz alta: “Hubo una vez una generación que quiso un mundo más justo”.
Hace un momento la lechuza que asoma en mí vio una foto de Fernando Sturzenegger. En el cuadro se ve un puñado de hojas caídas sobre el suelo. Las hojas presentan distintas formas y colores. Las hojas se despiden de la escena de la vida y dejan sus buenos fantasmas entre colores. De inmediato pensé en los colores de la memoria, es en ella donde se puede encontrar el mejor camino para lograr la poética muerte de la muerte. La muerte, muerte queda, hasta que se alumbra la palabra de la memoria, una palabra que no sabe de silencios, una palabra en colores. Así me digo en este nuevo marzo, entre el recuerdo del horror, y el fervor de la esperanza junto al compromiso con los ideales.

1 comentario:

  1. Extraordinario texto, una reflexion profunda por este nuevo 24 de marzo. nada sobra , nada falta, quiza porqe no hace concesiones a facilismos sentimentales.

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