De
regreso. Volver a casa, a esos días en que la casa de la infancia se levantaba
con cada uno de los días. Infancia, casa, refugio: de ayer, de hoy, de
cualquier futura mañana. Vuelvo a la infancia desde memorias que atraviesan el
cotidiano: la casa de paterna en Martín Coronado, frente a las vías del
ferrocarril Urquiza: el paso del tren fue, y será, voz de presencia amiga entre
mis estaciones; mis viejos en el paisaje; la piletita de cemento del fondo; la
barra de pibes en ese barrio de provincia; la pelota de fútbol en el 12, el
club que estaba a la vuelta de casa, y los barriletes en el cielo de la luz. Al
barrilete se llegaba luego de cortar la caña en el costado de la vía; después
cuchillo, hilo, papel y engrudo, y cola de trapo viejo. La disposición exacta
de los tiros para poder llegar hasta el cielo del día. Porque otro era el sendero
para caminar por el cielo de la noche: la dama misteriosa se guardaba en los
detalles que la hacían fantástica, parida desde el sueño.
El
cronista, como se sabe, habita una casa en la chacra gualeya, y es su costumbre
-tan fuerte ella que hasta la practicaba entre los altos edificios de Buenos
Aires- mirar hacia el cielo, en la noche. Teniendo esta inclinación, es una
maravilla caminar por el pasto de la chacra y elevar la mirada entre los
vestiditos de la dama. Busco vida en la noche, en su techo de chapa clavado de
lejanías; la busco, porque así en la tierra como en el cielo, la naturaleza se
prodiga, desde el origen, para que las criaturas tengan su parto dentro de la
memoria. Y mientras nazco (intento ser) en la memoria de los mundos, llevo en
mano las pequeñas memorias, las de la tierra, por cierto, pero también las del
espacio, de ese espacio soñado durante la infancia.
Tendría
un puñado de años cuando en la Tv me encontré con una serie: “Supercar” (se
hicieron 39 capítulos en la Tv del Reino Unido entre 1961y 62, año en que
nací). El super auto era apto para el aire, la carretera o el agua; a todos
lados llegaba Mike Mercury, el piloto, incluso, creo, llegaba en un capítulo al
espacio/tiempo de la mismísima noche espacial. Nada importaba que afuera de mi
casa se juntara una calle de asfalto con una tierra, de la que inevitablemente
nacería el barro. El super auto llegaba mientras, de fondo, yo escuchaba el
paso del tren. Y volví, hace ya unas semanas, de manera inesperada, al sonido
del tren, y sí, desde la chacra gualeya, volví al super auto; volví, es obvio,
a esta sintonía que quedó marcada en mis pequeñas memorias de infancia. Volví a
ese mundo luego de ver una foto de Fernando Sturzenegger, fotógrafo gualeyo.
Fernando
me dice que la foto fue tomada a la izquierda de la estación de Gualeguay,
donde antes se instalaban los parques de diversión y los circos. Entre las
suertes que tuvo la imagen figura la de haber llegado a las manos de doña
Lidia, la mujer que aparece en la foto; y haber sido elegida como foto del año
en el foro español Dzoom. Sturzenegger hizo el disparo a las 19 hs. del 18 de
octubre de 2008 (una bondad de la tecnología), y este cronista volvió a su
infancia diez años después. Ya lo dijo el poeta Ricardo Maldonado, el valor de
la foto está dado en la capacidad de generar palabras y despertar memorias en
quien contempla.
Diez
brazos mecánicos intentan llegar hasta un cielo típico de foto de Sturzenegger
(quizás no lo sabía en ese momento, pero en 2008 Fernando fundaba ideas y
estética); Al parecer hay un brazo que todavía toca tierra, que aguarda al
viajero. La flor metálica se abre al cielo, en cada mástil un sueño, una
promesa. Hacia la derecha de la foto se ven las copas de unos árboles,
empequeñecidos gracias al porte del metal. La flor está rodeada por un cerco
circular: barandas metálicas, y dentro del cerco: una escalera de ascenso.
Hacia la derecha de la escalera descansa el brazo número 11. Once jugadores
para esta fantasía. Lidia camina pegada al cerco, entra en escena desde la
izquierda. Todo el paisaje apunta al cielo de la tarde que en pronto devenir
será noche. La única testigo en tierra tiene, como solitaria conexión con el
cielo, la cruz que lleva colgada al cuello; dos bastones la aferran al tránsito
en la tierra; toda su postura corporal señala la tierra. La mirada de Lidia, a
lo sumo, llega hasta la escalera de cuatro peldaños, escalera de cuerda corta.
Hay dos testigos más del momento en que Fernando disparó su click, su sonido de
la muerte que, años después, sigue dando testimonio, conectando con la vida.
Hay dos testigos más, pero no están en la tierra, sino en el aire, volando,
habitando el sueño, o su símbolo: la nave espacial, muy, pero muy parecida al
super auto de los años 60 (pienso: una verdadera rareza para el 2008, una
reliquia dentro del parque de diversiones pobre que visitó la ciudad/río de
Gualeguay). Solo dos de los 10 super autos llevaban pasajero: dos gurises
vuelan, toman altura en el cielo gualeyo. Los super autos habitados aparecen en
la foto hacia la derecha. Sueños en altura cuando se acerca la noche, una de
las bondades de la vida aprehendida desde mis días de pibe. La noche:
tranquilidad, placer, silencio, vida, mirada atenta, por ejemplo, dirigida
hacia las estrellas.
De
tanto mirarlas, el sueño me fue llevando a querer ser astrónomo, jugaba con esa
idea. Tenía 14 años cuando mi papá me compró unos binoculares (no alcanzaba
para telescopio), y con sus manos hizo un pie de apoyo con metal y madera, y
entonces yo calzaba los binoculares en el artilugio y miraba las estrellas
apenitas más cerca; y además buscaba vida que viniera desde las estrellas, las
famosas apariciones de ovnis. En esos años armé una biblioteca completa sobre
la temática, asistí a conferencias de especialistas, y en algunas cajas guardo
la colección completa de la revista “Cuarta Dimensión” que dirigía Fabio Zerpa.
Hubo en el pibe que fui una continuidad de cielo nocturno que fue tejiendo mi
amor, mi atracción, hacia las tantas sintonías que puede albergar la noche. Al
final posé la mirada sobre las galaxias donde me tocó vivir: Buenos Aires y
Gualeguay.
Luego
de ver esta foto de Fernando, quiso el destino, quiso la bondad del viaje
iniciado, que el fotógrafo izara al ciberespacio una nueva foto bien alta en el
cielo (porque Fernando no sube simplemente una foto (que muchas veces acompaña
con palabra e ideas acertadas en torno a la condición humana y sus misterios),
digo que el fotógrafo despliega, iza, banderas de identidad en las que no se
contempla la renuncia).
Unos
años después de la foto citada, Fernando, en un espacio/tiempo en el que
indudablemente fundaba y aseguraba mirada, tomó otra foto. Es inquietante. Una
nave espacial techada de cielo está posada sobre la tierra. Se ve claro, todo
sucedió en el Parque Quintana, después de una lluvia. Otro click de la máquina:
el sonido de la muerte y de la vida, y del sueño, entre las manos de Fernando.
La nave aterrizada proveniente de otro mundo, alberga entre sus patas el charco
generoso que se guarda desde la lluvia de la noche anterior. Entonces nace el
reflejo que despista, y engaña a los terrícolas que apenas pueden ver: la
cantidad de agua que se juntó bajo el armazón metálico de los juegos infantiles:
puentes y escaleras. Curioso que nadie vea las patas de la nave. Curioso que
nadie se detenga en los elementos que componen el agua: tierra, cielo, nubes,
metal, hojas de árbol (que también vienen de la altura), árboles, escaleras (de
descenso, obvio) y trapecios. Una nave espacial llegada desde otra realidad
posada en el Quintana simula ser juego de plaza. Otra vez Sturzenegger me lleva
de la memoria, de la mano de la memoria, y me hace ver la verdad, mi verdad, la
de cada uno, la que lleva nuestro puñado de almas entre tanto recuerdo.
Durante
el último mes, Sturzenegger estuvo izando fotos conectadas con un tema: las
orillas del Gualeguay. No en todas estas fotos, pero sí en varias, hay una
sintonía que siempre pienso como una ventana abierta a otro, a otros mundos. En
esas fotos es explícito el alumbramiento de coordenadas diferentes dentro del
paisaje conocido: el Gualeguay, y tanto en tomas generales, como en recortes
más acotados de orilla y cauce. Entre las tomas de esta serie me encontré con
una foto, que no me sugiere otro mundo, es una foto por un lado informativa, y
que a la vez lleva implícita una vuelta de tuerca sobre el sueño. Como si
Sturzenegger hubiera sido por un momento reportero gráfico. La toma muestra
cerca de la orilla del río, una prueba irrefutable para mi sueño, para el
relato que anoto: la visita de una nave espacial. Hay un grupo de árboles al
fondo de la foto, todos inclinados hacia la izquierda, acomodados por el viento
sur en la siesta gualeya. Luego hay pasto bajo, y arena que llega hasta la
frontera entre la tierra y el agua. A diferencia de las dos fotos anteriores,
la toma es en color. El agua puede provenir de la lluvia, pero difícil, hace
bastante que no llueve con ganas; o puede ser filtrada por el río. El líquido
elemento forma un círculo perfecto. Un árbol levanta su esqueleto desde la
memoria de su vida. Y el agua del círculo, habitante entonces de la hendidura
en la tierra que dejó mi nave de otro planeta, se desborda lenta, silenciosa, y
avanza hacia el espectador, que observa desde el fuera de campo que comienza en
el final de una tierra resquebrajada. Un plano de ciudad seca dibujado desde el
aire; sus calles/surco marcan la necesidad de vida mientras el agua avanza.
Veo
las fotos de Fernando Sturzenegger, y me detengo en la última. Pienso en el
desborde del agua del sueño –originada en la huella de la nave espacial, en el
cielo sideral que despierta cada noche- que llega hasta los sueños que todavía
no saben que sueños pueden ser, que llega hasta la infancia de cada gurí, a
cada “espacio” de infancia necesitado de fantasía. Para que las miradas de los
que están llegando sepan de la fantasía alumbrada, de la maravilla que tanto se
necesita para “ser” en la realidad del juego y la vida. Mundos otros en tantas
vidas, en la casa, el refugio, donde fuimos pibes.
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