domingo, 18 de febrero de 2018

El "espacio" de la infancia

De regreso. Volver a casa, a esos días en que la casa de la infancia se levantaba con cada uno de los días. Infancia, casa, refugio: de ayer, de hoy, de cualquier futura mañana. Vuelvo a la infancia desde memorias que atraviesan el cotidiano: la casa de paterna en Martín Coronado, frente a las vías del ferrocarril Urquiza: el paso del tren fue, y será, voz de presencia amiga entre mis estaciones; mis viejos en el paisaje; la piletita de cemento del fondo; la barra de pibes en ese barrio de provincia; la pelota de fútbol en el 12, el club que estaba a la vuelta de casa, y los barriletes en el cielo de la luz. Al barrilete se llegaba luego de cortar la caña en el costado de la vía; después cuchillo, hilo, papel y engrudo, y cola de trapo viejo. La disposición exacta de los tiros para poder llegar hasta el cielo del día. Porque otro era el sendero para caminar por el cielo de la noche: la dama misteriosa se guardaba en los detalles que la hacían fantástica, parida desde el sueño.
El cronista, como se sabe, habita una casa en la chacra gualeya, y es su costumbre -tan fuerte ella que hasta la practicaba entre los altos edificios de Buenos Aires- mirar hacia el cielo, en la noche. Teniendo esta inclinación, es una maravilla caminar por el pasto de la chacra y elevar la mirada entre los vestiditos de la dama. Busco vida en la noche, en su techo de chapa clavado de lejanías; la busco, porque así en la tierra como en el cielo, la naturaleza se prodiga, desde el origen, para que las criaturas tengan su parto dentro de la memoria. Y mientras nazco (intento ser) en la memoria de los mundos, llevo en mano las pequeñas memorias, las de la tierra, por cierto, pero también las del espacio, de ese espacio soñado durante la infancia.
Tendría un puñado de años cuando en la Tv me encontré con una serie: “Supercar” (se hicieron 39 capítulos en la Tv del Reino Unido entre 1961y 62, año en que nací). El super auto era apto para el aire, la carretera o el agua; a todos lados llegaba Mike Mercury, el piloto, incluso, creo, llegaba en un capítulo al espacio/tiempo de la mismísima noche espacial. Nada importaba que afuera de mi casa se juntara una calle de asfalto con una tierra, de la que inevitablemente nacería el barro. El super auto llegaba mientras, de fondo, yo escuchaba el paso del tren. Y volví, hace ya unas semanas, de manera inesperada, al sonido del tren, y sí, desde la chacra gualeya, volví al super auto; volví, es obvio, a esta sintonía que quedó marcada en mis pequeñas memorias de infancia. Volví a ese mundo luego de ver una foto de Fernando Sturzenegger, fotógrafo gualeyo.
Fernando me dice que la foto fue tomada a la izquierda de la estación de Gualeguay, donde antes se instalaban los parques de diversión y los circos. Entre las suertes que tuvo la imagen figura la de haber llegado a las manos de doña Lidia, la mujer que aparece en la foto; y haber sido elegida como foto del año en el foro español Dzoom. Sturzenegger hizo el disparo a las 19 hs. del 18 de octubre de 2008 (una bondad de la tecnología), y este cronista volvió a su infancia diez años después. Ya lo dijo el poeta Ricardo Maldonado, el valor de la foto está dado en la capacidad de generar palabras y despertar memorias en quien contempla.
Diez brazos mecánicos intentan llegar hasta un cielo típico de foto de Sturzenegger (quizás no lo sabía en ese momento, pero en 2008 Fernando fundaba ideas y estética); Al parecer hay un brazo que todavía toca tierra, que aguarda al viajero. La flor metálica se abre al cielo, en cada mástil un sueño, una promesa. Hacia la derecha de la foto se ven las copas de unos árboles, empequeñecidos gracias al porte del metal. La flor está rodeada por un cerco circular: barandas metálicas, y dentro del cerco: una escalera de ascenso. Hacia la derecha de la escalera descansa el brazo número 11. Once jugadores para esta fantasía. Lidia camina pegada al cerco, entra en escena desde la izquierda. Todo el paisaje apunta al cielo de la tarde que en pronto devenir será noche. La única testigo en tierra tiene, como solitaria conexión con el cielo, la cruz que lleva colgada al cuello; dos bastones la aferran al tránsito en la tierra; toda su postura corporal señala la tierra. La mirada de Lidia, a lo sumo, llega hasta la escalera de cuatro peldaños, escalera de cuerda corta. Hay dos testigos más del momento en que Fernando disparó su click, su sonido de la muerte que, años después, sigue dando testimonio, conectando con la vida. Hay dos testigos más, pero no están en la tierra, sino en el aire, volando, habitando el sueño, o su símbolo: la nave espacial, muy, pero muy parecida al super auto de los años 60 (pienso: una verdadera rareza para el 2008, una reliquia dentro del parque de diversiones pobre que visitó la ciudad/río de Gualeguay). Solo dos de los 10 super autos llevaban pasajero: dos gurises vuelan, toman altura en el cielo gualeyo. Los super autos habitados aparecen en la foto hacia la derecha. Sueños en altura cuando se acerca la noche, una de las bondades de la vida aprehendida desde mis días de pibe. La noche: tranquilidad, placer, silencio, vida, mirada atenta, por ejemplo, dirigida hacia las estrellas.
De tanto mirarlas, el sueño me fue llevando a querer ser astrónomo, jugaba con esa idea. Tenía 14 años cuando mi papá me compró unos binoculares (no alcanzaba para telescopio), y con sus manos hizo un pie de apoyo con metal y madera, y entonces yo calzaba los binoculares en el artilugio y miraba las estrellas apenitas más cerca; y además buscaba vida que viniera desde las estrellas, las famosas apariciones de ovnis. En esos años armé una biblioteca completa sobre la temática, asistí a conferencias de especialistas, y en algunas cajas guardo la colección completa de la revista “Cuarta Dimensión” que dirigía Fabio Zerpa. Hubo en el pibe que fui una continuidad de cielo nocturno que fue tejiendo mi amor, mi atracción, hacia las tantas sintonías que puede albergar la noche. Al final posé la mirada sobre las galaxias donde me tocó vivir: Buenos Aires y Gualeguay.
Luego de ver esta foto de Fernando, quiso el destino, quiso la bondad del viaje iniciado, que el fotógrafo izara al ciberespacio una nueva foto bien alta en el cielo (porque Fernando no sube simplemente una foto (que muchas veces acompaña con palabra e ideas acertadas en torno a la condición humana y sus misterios), digo que el fotógrafo despliega, iza, banderas de identidad en las que no se contempla la renuncia).
Unos años después de la foto citada, Fernando, en un espacio/tiempo en el que indudablemente fundaba y aseguraba mirada, tomó otra foto. Es inquietante. Una nave espacial techada de cielo está posada sobre la tierra. Se ve claro, todo sucedió en el Parque Quintana, después de una lluvia. Otro click de la máquina: el sonido de la muerte y de la vida, y del sueño, entre las manos de Fernando. La nave aterrizada proveniente de otro mundo, alberga entre sus patas el charco generoso que se guarda desde la lluvia de la noche anterior. Entonces nace el reflejo que despista, y engaña a los terrícolas que apenas pueden ver: la cantidad de agua que se juntó bajo el armazón metálico de los juegos infantiles: puentes y escaleras. Curioso que nadie vea las patas de la nave. Curioso que nadie se detenga en los elementos que componen el agua: tierra, cielo, nubes, metal, hojas de árbol (que también vienen de la altura), árboles, escaleras (de descenso, obvio) y trapecios. Una nave espacial llegada desde otra realidad posada en el Quintana simula ser juego de plaza. Otra vez Sturzenegger me lleva de la memoria, de la mano de la memoria, y me hace ver la verdad, mi verdad, la de cada uno, la que lleva nuestro puñado de almas entre tanto recuerdo.
Durante el último mes, Sturzenegger estuvo izando fotos conectadas con un tema: las orillas del Gualeguay. No en todas estas fotos, pero sí en varias, hay una sintonía que siempre pienso como una ventana abierta a otro, a otros mundos. En esas fotos es explícito el alumbramiento de coordenadas diferentes dentro del paisaje conocido: el Gualeguay, y tanto en tomas generales, como en recortes más acotados de orilla y cauce. Entre las tomas de esta serie me encontré con una foto, que no me sugiere otro mundo, es una foto por un lado informativa, y que a la vez lleva implícita una vuelta de tuerca sobre el sueño. Como si Sturzenegger hubiera sido por un momento reportero gráfico. La toma muestra cerca de la orilla del río, una prueba irrefutable para mi sueño, para el relato que anoto: la visita de una nave espacial. Hay un grupo de árboles al fondo de la foto, todos inclinados hacia la izquierda, acomodados por el viento sur en la siesta gualeya. Luego hay pasto bajo, y arena que llega hasta la frontera entre la tierra y el agua. A diferencia de las dos fotos anteriores, la toma es en color. El agua puede provenir de la lluvia, pero difícil, hace bastante que no llueve con ganas; o puede ser filtrada por el río. El líquido elemento forma un círculo perfecto. Un árbol levanta su esqueleto desde la memoria de su vida. Y el agua del círculo, habitante entonces de la hendidura en la tierra que dejó mi nave de otro planeta, se desborda lenta, silenciosa, y avanza hacia el espectador, que observa desde el fuera de campo que comienza en el final de una tierra resquebrajada. Un plano de ciudad seca dibujado desde el aire; sus calles/surco marcan la necesidad de vida mientras el agua avanza.

Veo las fotos de Fernando Sturzenegger, y me detengo en la última. Pienso en el desborde del agua del sueño –originada en la huella de la nave espacial, en el cielo sideral que despierta cada noche- que llega hasta los sueños que todavía no saben que sueños pueden ser, que llega hasta la infancia de cada gurí, a cada “espacio” de infancia necesitado de fantasía. Para que las miradas de los que están llegando sepan de la fantasía alumbrada, de la maravilla que tanto se necesita para “ser” en la realidad del juego y la vida. Mundos otros en tantas vidas, en la casa, el refugio, donde fuimos pibes.

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