En
el barrio de Boedo me fundé dentro de una garúa luminosa: la memoria de la
ciudad. Una memoria: desde mi Boedo, mi Buenos Aires. Y mientras escribo sé que
hoy, de esta historia de amor, de estos amores, me separa cierta distancia.
Hasta este cronista se ha hecho recuerdo: al fin maravilloso fantasma que
vuelve siempre a casa. Desde una humana poética ciudadana construí la “urbanía”
que me identifica. Soy urbano dentro de la chacra gualeya, desde donde escribo
hace casi 5 años.
La
memoria se funda en gestos. Es un gesto de mis almas, de mis patrias internas,
el regreso a casa: a aquella que fue de infancia y primera juventud en Martín
Coronado, donde nació el amor por la palabra en todos sus estados; a aquellos
departamentos alquilados y sus historias en los que fui por la vida en los
barrios de Boedo y San Cristóbal.
La
memoria se funda en gestos, repito, y gestos decisivos tuvieron lugar en la
órbita de innumerables mesas de café. El café, el bar, son referencias, pistas
fundacionales luego de producido el big bang que daría inicio al gen ciudadano
en la gran aldea de Buenos Aires. Lugares que fueron mutando, “haciéndose” en y
desde los días de los parroquianos. Hace años escribía un pensamiento, una
sensación de la que estuve convencido, y de la que hoy, como devenido fantasma,
percibo como cierta: todo puede ocurrir alrededor de una mesa de café.
Café Margot. Acrílico de Rolando Lois. |
Hace
pocos días, en el café Margot de Boedo, ubicado en la esquina de San Ignacio,
un pasaje, y la avenida Boedo, se colocó en una de sus mesas, una placa de
bronce en recuerdo de un habitué especialísimo del lugar, y de la ciudad toda:
el amigo Diego Ruiz. La placa dice: “A Diego Ruiz, porteño inclaudicable,
barriólogo, presidente de Baires Popular, compañero entrañable, en homenaje y
recuerdo de sus amigos. 16-11-1953/2-9-2016”. Diego, entonces hoy, un buen
fantasma, llevó en sus maneras de andar por la vida -él mismo lo era- la prueba
de la existencia de la ciudad, de los hombres que la hicieron, y de los lugares
desde donde partieron para sus labores. Diego era un trabajador de la memoria,
para prueba están sus notas publicadas en el periódico “Desde Boedo” dirigido
por nuestro amigo el periodista Mario Bellocchio. A lo largo de un buen puñado
de años nos encontramos entre palabras y cafés en las páginas del periódico, y
en las mesas del Margot. Mientras pienso en Diego viene el recuerdo de su libro
“Mascarones de proa de La Boca”. Y también el recuerdo de la entrevista que le
hice para el diario “Tiempo Argentino” en el Museo Quinquela Martín de La Boca.
Diego era memoria de barrio, de ciudad, de sus habitantes, de ayer y de hoy;
porque su mirada establecía puentes entre épocas y entonces encontraba ideas
que ayudaban a establecer la mecánica de los paisajes. Su memoria era
prodigiosa, en sintonía de humor, lo llamaba: “la memoria que humilla”, como
para ilustrar de manera liviana, porque jamás molestaba su saber, y sí, siempre,
su manera de iluminar producía asombro. La impresión era que, por ejemplo, no
necesitaba cotejar fecha alguna, los números junto a la historia o la anécdota
necesaria para ilustrar, simplemente fluía, aparecía, casi magia.
Entonces,
en el café Margot hay una mesa que lleva en su cuerpo, en su historia, en su
aroma de tiempo, porque dentro del Margot se puede saber de ese aroma, una
plaquita con el recuerdo de Diego Ruiz. Pero no es la única, también está la
mesa que lleva la señal de vida del Gordo González, otro personaje para guardar
en la memoria de mi barrio. El Gordo era un feliz exceso: como hincha de San
Lorenzo, como buscador de señales físicas del Boedo natal: adoquines originales
de la avenida Boedo, o el dato de estirpe poética que aseguraba que la creación
de la “milonguita” (un clásico de las panaderías porteñas) se había llevado a
cabo en Boedo. Recuerdo sus ojos apasionados, un día lunes, en la trastienda
del Margot, cuando dio la noticia durante un encuentro del Alpedismo Boedense
acuñado por el poeta Rubén Derlis (bajo esta designación, un grupo de personas
se encontraba a hablar al pedo en el Margot).
Hay
otra mesa con placa en el susodicho café, y en ella se homenajea a varios
actores del quehacer cultural boedense, se trata de “La Mesa de Soñar: Aquí
nacieron: Realizaciones Culturales Boedo XXI; Ediciones Papeles de Boedo;
Periódico Desde Boedo; Grupo Baires Popular, no pocos libros del barrio hacia
el mundo y otras aventuras espaciales del espíritu. Este lugar siempre acogerá
los desvelos de los irreductibles ensoñantes. Abril de 2004”. En dicha mesa de
sueños aparece el periódico “Desde Boedo”, un espacio/tiempo de encuentro, un
alma a la que habrán de invocar aquellos que en el futuro quieran saber sobre
cómo era la vida en el barrio.
Un
bronce más se guarda entre las mesas del Margot, la que recuerda la presencia
del artista plástico Juan Manuel Sánchez, un habitué notable, fue integrante
del recordado grupo Espartaco, cuyo líder fuera otro notable: el plástico
Ricardo Carpani.
Toda
esta introducción centrada en el Margot tiene por objetivo señalar el valor del
café como lugar de encuentro de la comunidad. Alrededor de una mesa de café
puede nacer un libro, una amistad, un amor, puede nacer la sana costumbre de la
reflexión, la mirada atenta a través de la ventana puede revelar, por ejemplo,
durante una lluvia lenta, los grandes secretos del mejor universo, el que se
reconoce en el alquimista que todos podemos llevar adentro, ese que sabe del
diálogo entre sus almas, las patrias internas. Tomar asiento frente a una mesa
de café es descubrirse, puede que a través de una lectura, una idea o los ojos
soñados de la más hermosa de las damiselas. Me pasó en mi otro lugar en el
mundo, el Cao, ahí miré a los ojos de Evangelina, gualeya de origen.
El
cronista se fue de la gran ciudad, volvió en espíritu a Buenos Aires, y desde
allá lo trajo de regreso a la ciudad/río de Gualeguay, una vez más, la
presencia de su compañera. Lo dicho, hace casi 5 años que habito la ciudad, y
entonces sigo el impulso y pregunto, ¿cómo es posible que no haya hoy un café en
la ciudad/río? Y no hablo de algún simulacro al paso, como podía ser el ya casi
olvidado “Las Margaritas”. Hablo de un café como el Margot, el Cao, donde, por
ejemplo, un escritor pueda sentarse un par de horas a trabajar, o una pareja a
arreglar su mundo, o dos amigos a charlar en un lugar neutral que a la vez les signifique
su “casa”.
Me
siento muy cómodo hablando con la poeta Tuky Carboni en su casa; igual con Aron
Jajan en su oficina o también en su casa; cómodo en casa de Nidya Rampoldi, y
voy a dar solo estos ejemplos de encuentro en la ciudad/río de Gualeguay; con
ellos, cada uno de los encuentros pudo haberse dado entre las bondades del
universo amanecido en una mesa de café. Y ahí la cuestión, cómo es posible,
luego de haber conocido la tradición de bar, café, confitería, que guarda la
historia de esta ciudad, y cito algunos nombres de ayer: El Águila, El
Murugarren, Mayo, Irún; decía cómo es posible que huella semejante haya quedado
escondida entre las sombras.
Esquina de El Murugarren. |
En
la ciudad/río de Gualeguay quedan adoquines en muchas de sus calles, la lluvia
no falta, y más allá de que muchos de sus habitantes solo piensen en el dinero,
hay también muchos gualeyos que, además de pensar en la moneda que necesitan
para transitar este áspero presente, se aplican a tratar de entrarle a los
diversos caminos que pueden conducir hasta el arte. Pienso, qué bien que les
vendría un café, un paisaje corrido de la corrida, porque si no se está atento,
la velocidad se lleva puesto paisaje y criatura, memorias y ceremonias. Tener
un café a la mano es contar con la oportunidad de reforzar la identidad, los
pensamientos, puede significar para cualquiera correrse de la imagen sagrada de
la costeleta de la noche o del mediodía; puede significar para el que, por
ejemplo, intenta escribir, un espacio de soledad acompañada, donde no
interrumpa la tv, alguna necesidad cotidiana de la casa o la familia; hay en un
café la posibilidad de la libertad trabajada en el murmullo hermano de los ahí
presentes; todos ellos entendiendo los significados de ocupar un sitio
alrededor de una mesa de café. Sentarse a habitar una mesa de café no es una
pérdida de tiempo, nunca lo es, lo anoto para aquellos que todo lo miden por
los frutos en metálico que depara toda acción. Sentarse a una mesa de café es
la posibilidad de encontrar el camino para “ser” en la vida, o para reafirmar,
siempre desde la reflexión, la identidad o el trabajo creativo que acompañará
durante toda la vida.
La
ciudad/río de Gualeguay necesita de un café, como los tuvo ayer, con la cultura
y la gente haciendo la vida entre sus mesas. Una mesa de café acepta todas las
sintonías, todos los destinos. Fue uno de los aprendizajes en mi aldea natal, y
es, el café, algo que me falta en esta, mi nueva ciudad, el espacio/tiempo que
aprendí a querer desde mi trabajo y los días de mi vida; ayer en la ciudad, en
Carmen Gadea 222 (y cada vez que pienso en esa casa me encuentro con la
sonrisa, el saludo, de Enrique Martínez, hoy un buen fantasma), y en este
presente desde la chacra gualeya.
Pienso
en que falta el café, en que me falta el café mientras espera nuevos vientos la
novela en la que trabajo, una novela totalmente gualeya; y ahí está, duerme
hace un tiempo; mientras tanto la pienso, pero a esta manera de pensar le falta
algo, el tiempo de reflexión en un café; y además, digo, todo este tema
referido a sensaciones sobre la escritura: ¿es que el periodista se comió al
novelista?, sería para charlarlo en un café, en órbita a una mesa de café, y
mirar por la ventana para ver una calle adoquinada de la ciudad/río de
Gualeguay.
Muy buena la nota, Edgardo. Sólo tendrías que salvar un error que no es pequeño: Carpani no fue el fundador, nada que ver, fue sólo un integrante que llegó a estar poco más de dos años, si no menos. Los fundadores fueron Juan Manuel Sánchez y Mario Mollari; la tercera integrante: Elena Diz y después Carpani, Cessano, Bute, etc.
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