domingo, 28 de enero de 2018

Cachete en el José Hernández

Hace meses que esperaba volver sobre una señal. Andar por la vida contando historias me permite la mirada sobre mi manera de ser: saber de mi identidad: mis elecciones, y de esta convicción que apunta a la práctica de la memoria como parte fundamental de un futuro saludable para esta sociedad. Y en este andar se producen encuentros felices. La gente, en este caso, los habitantes de la ciudad/río de Gualeguay son quienes alumbran las vidas y los paisajes de ayer. Entre estos encuentros hoy destaco la presencia de la museóloga Iris Wulfsohn. El caso de Iris es especial: de manera natural la memoria toma cuerpo entre sus palabras, y a ello se suma su estudio, su carrera/oficio que la ubica como profesional en la defensa de los recuerdos. Hace ya varios años que está al frente del Museo Ambrosetti. En 2013 hice una nota sobre el Museo, y la sensación fue que ella caminaba a conciencia las salas: Iris sabe muy bien de qué está hablando. Se agradece cuando en ciertos lugares, por lo general descuidados por la velocidad de los administradores, el visitante se encuentra con la persona indicada para ocupar el puesto. Luego de aquella nota quedó el vínculo con Iris, y hubo distintas oportunidades para la charla, para comentar sobre el retazo de una historia, sobre las sintonías de una anécdota, o sobre todo aquello que, luego de descorchada la memoria, fundara la palabra del recuerdo.
Roberto "Cachete" González
Así sucedió cuando en el escenario de charla se asomó, una vez más de paseo por su aldea natal, el amigo Roberto “Cachete” González. Iris guarda una historia, me dio un resumen hace meses, y entonces volví sobre esa señal.   
Iris abre el recuerdo dando detalles del plano general con que empieza esta película: “Mi primer trabajo como museóloga fue, en esa época, en el Museo de Motivos Argentinos José Hernández, hoy se llama Museo de Arte Popular José Hernández, ubicado sobre Avenida del Libertador, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Era muy difícil conseguir trabajo y, lo era más -lo sigue siendo- para un museólogo. Se accede por lo general por algún contacto; siendo de Gualeguay no tenía ninguno. En la calle me encontré con un compañero de estudios; eran años sin celulares y pocos teléfonos, yo no tenía; le dije que buscaba trabajo. Tres días después llamó a la casa de una compañera de estudios que teníamos en común, para ver cómo podía comunicarse conmigo. Y atendí justo yo, que estaba de visita. Me avisó que iban a contratar gente en el museo porque se iba a hacer una reestructuración grande. Año 83, entré en agosto; se cumplían 45 años que la casa donde funcionaba había sido donada a la ciudad. Hubo remodelación, pintura, fiesta, se tomó gente: ya había un equipo muy interesante. Todo esto sucedía durante los últimos arañazos de la dictadura. El 10 de noviembre, Día de la Tradición, se tiró la casa por la ventana; y no recuerdo qué se me atravesó, por qué me enojé, ese día no fui. Trabajar ahí fue una gran experiencia. Como decía mi abuelo: ‘Bien de milicos, muchos cargos, todos jefes y no había indios’. Por eso hubo que contratar gente. Se formó un muy buen equipo, y aprendí de todo, porque todos hacíamos todo. Se proyectaban las exposiciones con un año de anticipación. Resolvía la jefa de investigación y documentación, y desde ahí se iniciaba la selección de material, si hacía falta el envío al taller de restauración, la investigación, el diseño gráfico. Estuve 5 años. En el museo funcionaba el Centro de Promoción Artesanal, de apoyo a los artesanos del país, y la biblioteca José Hernández. Estuve en todos lados, los últimos años en el taller de restauración. Se trabajaba mucho; veías desde el nacimiento de la idea hasta su concreción, fue un gran aprendizaje. El equipo formado además, como había guardias los fines de semana, compartía esos días y entonces te conocías, estrechabas lazos con gente de todos los sectores. Esto se daba entre los indios. Cuando me fui, seguía estando la misma directora, que venía desde el 76, y que siguió, una persona nefasta”.
Iris Wulfshon en el Ambrosetti.
En el Museo José Hernández nació la idea para hacer una exposición/homenaje, y en el inicio de ese trabajo apareció el nombre de Cachete: “Fue una exposición por los 100 años del fallecimiento de José Hernández en 1886. El museo tenía una muy buena biblioteca, que poseía varias joyas entre, prácticamente, todas las traducciones y cantidad de ediciones hechas del ‘Martín Fierro’, la obra cumbre de Hernández, con tapas de cuero, metal, madera. Se pensó en la exposición alrededor del libro, y partiendo del material que había en el museo. Se eligió además a dos ilustradores de la obra: Juan Carlos Castagnino y Roberto ‘Cachete’ González. Enseguida remarqué que yo era de Gualeguay, y que lo conocía. Siempre lo veía en los veranos, era muy caminador, se quedaba hablando en las esquinas; encontrártelo hablando en la San Antonio era algo cotidiano; cuando yo era chica, todos los domingos a la mañana, mis padres se juntaban con sus amigos en el balneario; Cachete siempre se acercaba a saludar, por años; dejé de verlo desde que, como todo adolescente, dejo de acompañar a mis padres. Saludaba a todos, con todos tenía algo de qué hablar. Este era mi conocimiento de Cachete. Para la exposición se llamó a los familiares de Castagnino, se habló con uno de los hijos; se explicó lo que se quería hacer; la familia aceptó y se arregló el envío, por escrito, de las exigencias en relación a los cuidados que necesitaban las obras. Pidieron seguro de determinada empresa, detalles sobre las características del embalaje, vigilancia personal cada tantos metros en la sala de exposición, y otros detalles que ya no recuerdo. Todo arreglado. Y se llamó a Cachete. Cuando hablan, él aclara que no tenía nada; decía: ‘No sé, lo dejé en la editorial, no tengo nada’. A la jefa, Graciela Taquini, le agarró un ataque. No podía entender que Cachete no tuviera ni una obra de las realizadas para el libro. Ella era licenciada en Historia del Arte de la UBA. Le preguntaba: ‘¿Cómo que no se dejó obra?’. Graciela le empezó a decir que iba a llamar a la editorial, tenía conocidos en todos lados, pero no, ya habían pasado un montón de años. De todos modos, Graciela invitó a Cachete, lo quería presente en la inauguración, donde iba a estar expuesto el libro. Cachete dijo que sí, que iba a estar. Era 1986. Ocurrió que tres días antes de la inauguración, llegó Cachete al museo con un cuadro de aproximadamente 70 x 50 cm. hecho especialmente para la exposición, y una obra que además donaba al museo. Nos emocionó, él y el cuadro. En el centro de la pintura se ve a José Hernández, y alrededor, lo corona, lo rodean varias recreaciones de las ilustraciones que había trabajado para el ‘Martín Fierro’. Graciela gritó de emoción cuando vio el cuadro. He visto obra de Cachete, no conozco todo, pero esta debe ser una de las más hermosas; cuando la vimos, la sensación fue de pura emoción. Graciela no entendía cómo un artista podía tomar su obra de esa forma, con cierto descuido. Porque Cachete regalaba mucha obra. Cuando Graciela conoció a Cachete, lo amó, andaba enamorada. Era muy seductor, muy simpático. Siempre reía. Graciela igual lo retó por dejar abandonada la obra. Yo me acerqué, le dije quién era, se acordó de mis padres y de mí, de nena; me dijo: ‘Mandale muchos saludos a don León’, mi papá. Yo toda ancha, claro, la gente no sabe que en los pueblos no tenés que ser amigo para saber el nombre. La historia de este cuadro entra en esas actitudes destacables de Cachete, porque se tomó el trabajo, lo enmarcó, pienso en el gasto que le pudo significar todo, justo a él que nunca le sobró un peso; y todo porque se sentía culpable, pero no porque no tenía su obra, sino porque no podía colaborar con la muestra. Él lo dijo: que se había sentido muy mal por no poder colaborar, que hizo algunos llamados pero sin resultados, y que entonces se puso a pintar para el homenaje a Hernández; sucedió así, cuando la obra de Castagnino un poco más y llega con la Armada. Y pensar que Cachete nunca retiró sus originales. Me pregunto si Cachete realmente supo, sintió, lo bueno que era como artista. En el museo me cargaban porque siempre aparecía algún tema que tenía que ver con Gualeguay. El cuadro de Cachete tuvo el mejor lugar. Todos los cuadros de Castagnino, uno al lado del otro en una pared, y el de Cachete fue dispuesto solo en la otra pared. Tuvo la pared completa. Me acuerdo, le rompió el corazón a Graciela”.
El recuerdo de Iris Wulfshon es, pensaba, una especie de radiografía de cómo funcionaba el universo todo que guardaba la persona –Cachete: un generoso puñado de almas e historias- de este destacado artista gualeyo que, por derecho ganado a través de su trabajo, tiene un lugar en la historia del arte argentino. En el relato aparece el Cachete que no tenía control de su obra, pero es necesario agregar dos consideraciones. Podía regalar obra, ser un tanto desprendido, sí, lo era; pero también vivía y pagaba sus necesidades con ella: el médico guardó el cuadro que el artista le dio por atender a su hijo. Y es un caso especial el trabajo que hizo para la editorial Cátedra: jamás pudo cobrar la ilustración del “Martín Fierro”, que imagino tanta apasionada dedicación le costó. Le entregaron ejemplares para que él mismo los vendiera y se generara un ingreso. Mi viejo, Rolando, compartía con Cachete, allá en los años ’70, reuniones de pintores -los viernes en el bar Florida de Buenos Aires- y el gualeyo ofrecía el “Martín Fierro”. Cachete sin dudas fue un tipo muy especial. Siempre lo imagino torbellino, a galope constante, pensando, respirando arte, una sustancia que lo acompañó desde el principio. Este hombre artista era el que a su vez mantenía memoria de su origen pobre, de su desprotección, y entonces andaba por la vida mirando al otro, a ese que menos tenía. Viene a mi memoria aquello que me contó Marisa, su hija; la vez que le explicó a sus hijos que debían darle el juguete nuevo al chico solo que estaba en la plaza; cómo no colaborar, y lo señala Iris en su recuerdo: se sentía mal porque no colaboraba: con el museo, con la gente que había pensado en él, con la memoria del mismísimo José Hernández. El “Martín Fierro” de Cachete está habitado por hombres pobres.
Después de escuchar a Iris, tempranito en una mañana en el Ambrosetti, pensé en que sería bueno llegar hasta la imagen del cuadro que aparecía en la historia. Escribí al José Hernández. Me dicen que la obra ya no está en el museo. Acabo de consultar con una investigadora que me sugirieron desde el mismo museo. Pienso: veremos si aparece otra señal; pero si nada más se supiera, queda el rescate de aquellos momentos gracias a la memoria de Iris Wulfshon que, de manera natural, guarda memoria.

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