Hace
meses que esperaba volver sobre una señal. Andar por la vida contando historias
me permite la mirada sobre mi manera de ser: saber de mi identidad: mis
elecciones, y de esta convicción que apunta a la práctica de la memoria como parte
fundamental de un futuro saludable para esta sociedad. Y en este andar se
producen encuentros felices. La gente, en este caso, los habitantes de la
ciudad/río de Gualeguay son quienes alumbran las vidas y los paisajes de ayer.
Entre estos encuentros hoy destaco la presencia de la museóloga Iris Wulfsohn.
El caso de Iris es especial: de manera natural la memoria toma cuerpo entre sus
palabras, y a ello se suma su estudio, su carrera/oficio que la ubica como
profesional en la defensa de los recuerdos. Hace ya varios años que está al
frente del Museo Ambrosetti. En 2013 hice una nota sobre el Museo, y la
sensación fue que ella caminaba a conciencia las salas: Iris sabe muy bien de
qué está hablando. Se agradece cuando en ciertos lugares, por lo general
descuidados por la velocidad de los administradores, el visitante se encuentra
con la persona indicada para ocupar el puesto. Luego de aquella nota quedó el
vínculo con Iris, y hubo distintas oportunidades para la charla, para comentar sobre
el retazo de una historia, sobre las sintonías de una anécdota, o sobre todo aquello
que, luego de descorchada la memoria, fundara la palabra del recuerdo.
Roberto "Cachete" González |
Así
sucedió cuando en el escenario de charla se asomó, una vez más de paseo por su
aldea natal, el amigo Roberto “Cachete” González. Iris guarda una historia, me
dio un resumen hace meses, y entonces volví sobre esa señal.
Iris
abre el recuerdo dando detalles del plano general con que empieza esta
película: “Mi primer trabajo como museóloga fue, en esa época, en el Museo de
Motivos Argentinos José Hernández, hoy se llama Museo de Arte Popular José
Hernández, ubicado sobre Avenida del Libertador, en la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires. Era muy difícil conseguir trabajo y, lo era más -lo sigue siendo-
para un museólogo. Se accede por lo general por algún contacto; siendo de
Gualeguay no tenía ninguno. En la calle me encontré con un compañero de
estudios; eran años sin celulares y pocos teléfonos, yo no tenía; le dije que
buscaba trabajo. Tres días después llamó a la casa de una compañera de estudios
que teníamos en común, para ver cómo podía comunicarse conmigo. Y atendí justo
yo, que estaba de visita. Me avisó que iban a contratar gente en el museo
porque se iba a hacer una reestructuración grande. Año 83, entré en agosto; se
cumplían 45 años que la casa donde funcionaba había sido donada a la ciudad. Hubo
remodelación, pintura, fiesta, se tomó gente: ya había un equipo muy
interesante. Todo esto sucedía durante los últimos arañazos de la dictadura. El
10 de noviembre, Día de la Tradición, se tiró la casa por la ventana; y no recuerdo
qué se me atravesó, por qué me enojé, ese día no fui. Trabajar ahí fue una gran
experiencia. Como decía mi abuelo: ‘Bien de milicos, muchos cargos, todos jefes
y no había indios’. Por eso hubo que contratar gente. Se formó un muy buen
equipo, y aprendí de todo, porque todos hacíamos todo. Se proyectaban las
exposiciones con un año de anticipación. Resolvía la jefa de investigación y
documentación, y desde ahí se iniciaba la selección de material, si hacía falta
el envío al taller de restauración, la investigación, el diseño gráfico. Estuve
5 años. En el museo funcionaba el Centro de Promoción Artesanal, de apoyo a los
artesanos del país, y la biblioteca José Hernández. Estuve en todos lados, los
últimos años en el taller de restauración. Se trabajaba mucho; veías desde el
nacimiento de la idea hasta su concreción, fue un gran aprendizaje. El equipo
formado además, como había guardias los fines de semana, compartía esos días y
entonces te conocías, estrechabas lazos con gente de todos los sectores. Esto
se daba entre los indios. Cuando me fui, seguía estando la misma directora, que
venía desde el 76, y que siguió, una persona nefasta”.
Iris Wulfshon en el Ambrosetti. |
En
el Museo José Hernández nació la idea para hacer una exposición/homenaje, y en
el inicio de ese trabajo apareció el nombre de Cachete: “Fue una exposición por
los 100 años del fallecimiento de José Hernández en 1886. El museo tenía una
muy buena biblioteca, que poseía varias joyas entre, prácticamente, todas las
traducciones y cantidad de ediciones hechas del ‘Martín Fierro’, la obra cumbre
de Hernández, con tapas de cuero, metal, madera. Se pensó en la exposición
alrededor del libro, y partiendo del material que había en el museo. Se eligió además
a dos ilustradores de la obra: Juan Carlos Castagnino y Roberto ‘Cachete’
González. Enseguida remarqué que yo era de Gualeguay, y que lo conocía. Siempre
lo veía en los veranos, era muy caminador, se quedaba hablando en las esquinas;
encontrártelo hablando en la San Antonio era algo cotidiano; cuando yo era
chica, todos los domingos a la mañana, mis padres se juntaban con sus amigos en
el balneario; Cachete siempre se acercaba a saludar, por años; dejé de verlo desde
que, como todo adolescente, dejo de acompañar a mis padres. Saludaba a todos,
con todos tenía algo de qué hablar. Este era mi conocimiento de Cachete. Para
la exposición se llamó a los familiares de Castagnino, se habló con uno de los
hijos; se explicó lo que se quería hacer; la familia aceptó y se arregló el
envío, por escrito, de las exigencias en relación a los cuidados que
necesitaban las obras. Pidieron seguro de determinada empresa, detalles sobre las
características del embalaje, vigilancia personal cada tantos metros en la sala
de exposición, y otros detalles que ya no recuerdo. Todo arreglado. Y se llamó
a Cachete. Cuando hablan, él aclara que no tenía nada; decía: ‘No sé, lo dejé
en la editorial, no tengo nada’. A la jefa, Graciela Taquini, le agarró un
ataque. No podía entender que Cachete no tuviera ni una obra de las realizadas
para el libro. Ella era licenciada en Historia del Arte de la UBA. Le
preguntaba: ‘¿Cómo que no se dejó obra?’. Graciela le empezó a decir que iba a
llamar a la editorial, tenía conocidos en todos lados, pero no, ya habían
pasado un montón de años. De todos modos, Graciela invitó a Cachete, lo quería
presente en la inauguración, donde iba a estar expuesto el libro. Cachete dijo
que sí, que iba a estar. Era 1986. Ocurrió que tres días antes de la
inauguración, llegó Cachete al museo con un cuadro de aproximadamente 70 x 50
cm. hecho especialmente para la exposición, y una obra que además donaba al
museo. Nos emocionó, él y el cuadro. En el centro de la pintura se ve a José
Hernández, y alrededor, lo corona, lo rodean varias recreaciones de las ilustraciones
que había trabajado para el ‘Martín Fierro’. Graciela gritó de emoción cuando
vio el cuadro. He visto obra de Cachete, no conozco todo, pero esta debe ser
una de las más hermosas; cuando la vimos, la sensación fue de pura emoción.
Graciela no entendía cómo un artista podía tomar su obra de esa forma, con
cierto descuido. Porque Cachete regalaba mucha obra. Cuando Graciela conoció a
Cachete, lo amó, andaba enamorada. Era muy seductor, muy simpático. Siempre
reía. Graciela igual lo retó por dejar abandonada la obra. Yo me acerqué, le
dije quién era, se acordó de mis padres y de mí, de nena; me dijo: ‘Mandale
muchos saludos a don León’, mi papá. Yo toda ancha, claro, la gente no sabe que
en los pueblos no tenés que ser amigo para saber el nombre. La historia de este
cuadro entra en esas actitudes destacables de Cachete, porque se tomó el
trabajo, lo enmarcó, pienso en el gasto que le pudo significar todo, justo a él
que nunca le sobró un peso; y todo porque se sentía culpable, pero no porque no
tenía su obra, sino porque no podía colaborar con la muestra. Él lo dijo: que
se había sentido muy mal por no poder colaborar, que hizo algunos llamados pero
sin resultados, y que entonces se puso a pintar para el homenaje a Hernández; sucedió
así, cuando la obra de Castagnino un poco más y llega con la Armada. Y pensar
que Cachete nunca retiró sus originales. Me pregunto si Cachete realmente supo,
sintió, lo bueno que era como artista. En el museo me cargaban porque siempre
aparecía algún tema que tenía que ver con Gualeguay. El cuadro de Cachete tuvo
el mejor lugar. Todos los cuadros de Castagnino, uno al lado del otro en una
pared, y
el de Cachete fue dispuesto solo en la otra pared. Tuvo la pared completa. Me acuerdo,
le rompió el corazón a Graciela”.
El
recuerdo de Iris Wulfshon es, pensaba, una especie de radiografía de cómo
funcionaba el universo todo que guardaba la persona –Cachete: un generoso
puñado de almas e historias- de este destacado artista gualeyo que, por derecho
ganado a través de su trabajo, tiene un lugar en la historia del arte
argentino. En el relato aparece el Cachete que no tenía control de su obra,
pero es necesario agregar dos consideraciones. Podía regalar obra, ser un tanto
desprendido, sí, lo era; pero también vivía y pagaba sus necesidades con ella:
el médico guardó el cuadro que el artista le dio por atender a su hijo. Y es un
caso especial el trabajo que hizo para la editorial Cátedra: jamás pudo cobrar la
ilustración del “Martín Fierro”, que imagino tanta apasionada dedicación le costó.
Le entregaron ejemplares para que él mismo los vendiera y se generara un
ingreso. Mi viejo, Rolando, compartía con Cachete, allá en los años ’70,
reuniones de pintores -los viernes en el bar Florida de Buenos Aires- y el
gualeyo ofrecía el “Martín Fierro”. Cachete sin dudas fue un tipo muy especial.
Siempre lo imagino torbellino, a galope constante, pensando, respirando arte,
una sustancia que lo acompañó desde el principio. Este hombre artista era el
que a su vez mantenía memoria de su origen pobre, de su desprotección, y
entonces andaba por la vida mirando al otro, a ese que menos tenía. Viene a mi
memoria aquello que me contó Marisa, su hija; la vez que le explicó a sus hijos
que debían darle el juguete nuevo al chico solo que estaba en la plaza; cómo no
colaborar, y lo señala Iris en su recuerdo: se sentía mal porque no colaboraba:
con el museo, con la gente que había pensado en él, con la memoria del
mismísimo José Hernández. El “Martín Fierro” de Cachete está habitado por
hombres pobres.
Después
de escuchar a Iris, tempranito en una mañana en el Ambrosetti, pensé en que
sería bueno llegar hasta la imagen del cuadro que aparecía en la historia.
Escribí al José Hernández. Me dicen que la obra ya no está en el museo. Acabo
de consultar con una investigadora que me sugirieron desde el mismo museo.
Pienso: veremos si aparece otra señal; pero si nada más se supiera, queda el
rescate de aquellos momentos gracias a la memoria de Iris Wulfshon que, de
manera natural, guarda memoria.
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