Desde
una noche verde y profunda, un espacio/tiempo donde “nacen” los relatos de la
chacra gualeya que quizá se lleve el tiempo, llega hasta mí, en esta última
nota de 2017, una lechuza. La que me visitaba, la que me visita, y a la vez,
una lechuza otra, porque a esta la pintó mi viejo, el artista plástico Rolando
Lois.
Pintó
la lechuza en su taller de Martín Coronado, en el oeste de la provincia de
Buenos Aires. Desde aquella aldea, mi paisaje de infancia, desde el caballete que
veía el pibe que fui, desde sus pinceles, él alumbró para mí esta nueva
lechuza. La pintó con acrílico, y me acercó la obra a casa hace unos días. ¿Por
qué pintó una lechuza?, más que una rareza en Martín Coronado, pues, porque mi
viejo es mi primer lector; él me lee siempre que mis palabras le den lo
suficiente para convocar su interés, su compromiso. Nada de hipocresías. Hace
un par de meses le hice llegar “Desde Gualeguay”, el Cuaderno del Señalero n°43
que acompañó el n°185 de la revista “El tren zonal. Por la identidad de los
pueblos”, que hace tantos años publica el poeta Ricardo Maldonado. Vía este
Cuaderno, Rolando volvió a leer mi nota “Lechuza en la encrucijada”, que ya
hacía un tiempo había aparecido en “El Debate Pregón”. Nota que comenzaba de
esta manera: “La otra noche, en la chacra gualeya, llegó con chamuyo de
sorpresa. Es cierto que mi amiga lechuza ya es habitué de la segunda columna en
el frente de mi casa. Es sabido para este cronista y sus lectores que su
presencia desde esa altura propone la observación, el pensamiento: la
posibilidad de una vida a conciencia despierta. De a poco ella se fue acercando
a mi casa, paso a paso detectó los movimientos en la misma, cuándo la quietud,
cuándo es que la espío por entre las barras de la persiana. La lechuza necesita
de mi compañía como yo de la de ella. Nos acompañamos, nos pensamos.
Digo
que la otra noche no fue una más, porque al fin detecté un mensaje de mi amiga.
A través de las noches fui registrando su grito, su decir. Su palabra aparece
como si se tratara de dos ráfagas de viento: inesperado, contundente, y luego
el silencio. Todo se da de manera tal que quizás el primer grito sea un aviso,
el prólogo al mensaje que se da momentos después. El grito, el canto, la
palabra que hace un tajo en la noche, que hiela el espacio entre las estrellas
cercanas del cielo gualeyo.
Ella
sobre la columna. Ella y su palabra.
La
noche en que escuché el grito/canto/palabra a conciencia despierta, esa primera
vez, abandoné la lectura y me acerqué a la ventana. Ahí estaba la lechuza. La
veía de perfil; más allá de los movimientos sobrenaturales de su cabeza, su
cuerpo se recortaba en la noche apuntando a la esquina. La casa está separada
por unos veinte metros de la esquina, hacia la derecha.
Salí
hacia la noche. Ella abandonó su vista al frente para seguir mi avance. Cuando
yo estaba a unos dos metros, emprendió el vuelo hacia la esquina, y entre las
sombras que flotaban a baja altura perdí el rastro de vuelo de mi amiga. Fue
inevitable terminar parado en la puerta de casa y mirando hacia la derecha,
mirando la calle de tierra mientras se desprendía, sangre adentro, un gajo
sustancioso de la memoria.
Anoté
cuando volví a estar frente a la computadora: ‘Vivo en la chacra gualeya. Mi
refugio, mi escritorio, desde donde ahora escribo, se encuentra a unos veinte
metros de una encrucijada, un cruce de caminos. Una encrucijada en el paisaje
de los días, es el dibujo de dos sintonías que se tocan, dos mundos: el de los
vivos y el de los muertos. Una encrucijada es la presencia con que se inicia
este juego de memoria y escritura’.
Incontables
veces miré hacia la esquina, y hasta el aviso de la lechuza, nunca la había
visto como una encrucijada. Y ahora no puedo dejar de pensar en ese detalle no
menor. Es a la vez un aviso sobre el descuido que a veces se abate sobre las
personas cuando andan, digamos, un tanto descuidadas y entonces no ven todo lo
que hay que ver, sean estas señales pruebas irrefutables de la existencia de la
vida y de la muerte, es decir de los vivos y los muertos. Sin embargo, ahí
andaba este cronista sin ver la encrucijada que vivía a la mano de las ideas y
sus consecuencias.
Soy
hombre de blues entre mis patrias internas, soy hombre de guitarra melanco, de
guitarra con niebla y llovizna, de guitarra con saudade, con aroma de
remembranza, de garúa finita entre las almas. No está bien que el hombre llegue
al descuido, repito, porque entre el descuido se meten los malos de las
historias, decía, no está bien que a un hombre de blues se le escape un cruce
de caminos. (…)”.
Así
empezaba la nota, así mi viejo leyó, y entonces nació el impulso de pintar el
cuadro que ahora me acompaña desde el escritorio. Y recuerdo en este momento
que algunos amigos gualeyos me preguntaron por mi amiga la lechuza. De alguna
manera este personaje se hizo querer.
La
lechuza pintada por mi viejo ya está posada sobre la columna, su columna, la
segunda, que aparece iluminada por la magia que define los colores y trazados
del cuerpo de la dama de la noche. Tiene ojos amigos, curiosos, desde las
manchitas en amarillo, y sintonías de ocre, en ella respiran marrones y
claridades, y colores otros camino hacia alguna magia de la abstracción. La
columna, el último tramo donde se posa la lechuza, se nutre de los colores de
ella, pero acondicionada de azul cielo, verde pasto y lila de jacarandá. A la
derecha de la columna, y a lo lejos, una cruz de luz y color: amarillo, ocre,
un toque de naranja, juega o acerca lo necesario para imaginar que ahí está la
encrucijada. Ahora bien, la lechuza y la parte de la columna representada, ese
centro de luz aparece rodeado, arriba: por quizás una parte de un árbol y luego
una cercanía de noche más arriba, pero la sensación que tengo es que no se
trata de un árbol, y sí de un cielo todo trabajado en el mejor color que le
queda al cielo en la chacra gualeya: precisamente: el verde, que también
avanza, abraza, el centro de luz desde la tierra; hay en el verde de abajo
signos de inequívoca vida, en muchos hilos, hilitos de colores, como salidos de
nidos de pájaros que ya son historia, y que se juegan la partida de entrarle al
cielo verde. Entre verde y verde: mi amiga.
La
relación entre mi escritura y la pintura de mi viejo tiene diversas puertas de
entrada. Una de ellas se originó cuando, allá por los primeros años del 2000,
Rolando me contó que había empezado a tomarse ciertos recreos en torno al
quehacer en su pintura. Siempre pintó con óleo. Me explicaba aquella vez que el
óleo tiene un detalle determinante: el tiempo de secado, algo todavía más
complicado en un lugar tan húmedo como Buenos Aires. Entonces un cuadro al óleo
significa espera: para seguir o para corregir. No es que esta lentitud sea
mala, como se verá, todo depende de las intenciones del hacedor. Mi padre entró
al acrílico porque esta pintura, a diferencia del óleo, necesita de poco tiempo
de secado. Entonces Rolando se iba, y se va, de recreo al acrílico pintando
cuadros chicos, tan distintos de los formatos mayores en los que gusta de
trabajar el óleo. El recreo incluía también salir de su paleta, por lo general,
de gamas bajas, y abrir puertas y ventanas para que entre otro tipo de comunión
entre el color y la luz. De esta manera nacieron una cantidad de miniaturas en
acrílico, muchas pintadas sobre los cartoncitos separadores de las cajas de té
o mate cocido, y que se transformaron, acondicionados, en señaladores para mis
libros; la pintura de mi padre me acompaña en cada una de mis lecturas. Y nació
a partir de estos recreos de Rolando, una manera de mirar mi escritura.
Venía
por mi intento de escritura siendo autor de historias largas, de “novelas”, y
desde hacía poco tiempo escribía notas para el periódico “Desde Boedo”,
dirigido por el periodista Mario Bellocchio. Fue en este momento de fundación
como periodista que mi viejo comenzó con sus recreos, y entonces encontré una
sintonía de la plástica que ilustraba de manera sustanciosa mi escritura: cuando
trabajaba en una historia larga, componía un capítulo de la novela –y según mi
gusto: dicho tramo debía presentar un juego individual marcado, y a la vez
engancharse al todo-; y entonces escribía, sumaba a través de los años, pero
luego, volvía y revisaba, reescribía, como si escribiera al óleo. En cambio las
notas periodísticas, si bien tenían un tiempo de revisión, el trabajo era más
inmediato, y en la mayoría de ellas se definía el lance de una sentada; la
escritura era una, era hija de un acto, y no de una suma de actos creativos;
así fue como me descubrí escribiendo al acrílico. Así la receta de la intención:
“Escribir al óleo y escribir al acrílico”. Luego, escribí al óleo varias
novelas, y al acrílico cantidad de notas/relato entre lo literario y lo
periodístico. Incluso, el libro nacido de los primeros 4 años de trabajo para
“Desde Boedo” lleva por título: “Miradas escritas al acrílico” (2006).
Entonces
mi viejo leyó “Lechuza en la encrucijada”, es decir, aquello que ya era un acrílico,
y le dio una vuelta de tuerca al generar él mismo su acrílico. Dos acrílicos
alrededor de mi amiga: la lechuza de la chacra gualeya.
Aparece
ahora esta nueva nota escrita al acrílico para el diario del domingo; sobre
este paño verde el cronista decide cerrar el último juego del año, dando las
gracias al padre y su arte, dando las gracias a los padres de sangre; y a los
padres amigos, aquellos que fueron base en mi oficio: el poeta Hugo Ditaranto,
el novelista Gabriel Montergous; dando las gracias a los nuevos amigos en
Gualeguay; dando las gracias a esta ciudad/río, como agradecido estoy a mi
Buenos Aires de origen. Este fin de año, hoy, levanto mi copa en familia, con el
vino tinto necesario para brindar por un mundo justo, por el fin de la mentira,
por el fin de la tristeza del otro en tantos paisajes. Brindo por la sincera
defensa de las ideas en las que fundo, en cada día, esta vida.
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