domingo, 24 de diciembre de 2017

Campodonico en Puerto Ruiz

Una mesa de pool saboteada por tiempos tristes. Desde la altura de quien toma la foto: Paul Campodonico, se puede descubrir una especie de figura, de mapa de relato partido. Una figura para ser vista desde el cielo de la mesa verde, que es desde donde se mueve la mirada, la conciencia, de ciertos hombres. Pienso en un recorte de la planicie de Nazca, en Perú: dibujos otros para ser vistos, en ese caso, por dioses otros. La mesa de pool de la que hablo nace entre los hombres, es bien terrena, y está ubicada dentro de un boliche que funda memoria en Puerto Ruiz, tan cerca y tan lejos de la ciudad/río de Gualeguay. La mesa de pool está cubierta por una superficie de pana verde. La mirada de Paul sobre un campo de juego desgastado por el transcurso de los años. Pienso: desde aquel famoso Puerto Ruiz hasta este de hoy: tan en la sombra, abismado sobre el barranco del olvido. Y siempre, en el Puerto, de ayer y de hoy, la gente que vive su partido sobre el verde: con trabajos de aguardar -como baraja, taco o dados- mientras no sabe por dónde avanzan los que acomodan el paño, la cancha, la moneda y el olvido.
Detrás de la mesa de pool se perciben colores quebrados: bocetos, descascaramientos varios, trazos del dios tiempo (un artista notable) jugando a horadar las paredes del ambiente que guarda la escena. En la pared de la derecha se ve gran parte de la publicidad de una bebida gaseosa; hay en su disposición una intención de tapar un remiendo de cemento que cruza el Ecuador: marcado en la habitación por un preciso recorte de pintura: abajo un marrón que disimule manchas, y hacia arriba colores cercanos al amarillo, al naranja, pero trabajado por la suciedad que se genera a través de los días, rastros sumados que invitan a adivinar la cantidad de años transcurridos luego del último aliento del rodillo. Sobre la pared del fondo se puede observar el artilugio de madera diseñado para guardar los tacos del pool; hay dos tacos a la derecha. Debajo de los tacos, una mesa se apoya a la pared mientras sostiene un viejo televisor. Un paño de plástico resistente, doblado, está apoyado sobre la tv, posiblemente para cubrirla cuando llueve. A su izquierda una especie de amplificador de sonido, un equipo, es alto, supera la línea del horizonte que marca la mesa de pool; algo se apoya sobre él, no distingo con claridad los elementos. Esa pared del fondo cobija una ventana de dimensiones generosas; la persiana plástica enseña sus últimos tramos; mucha es la luz que entra por la ventana y define la historia de la foto. De haber estado presente en el momento de la toma, la luz permitiría ver al fotógrafo reflejado en la pantalla oscura de la tv; y es la que permite ver el paisaje, y a los personajes centrales de la historia que guarda la foto.
Dos pibes, dos gurises son el centro emotivo de la foto de Capodonico. Los supuse hermanos. La nena, de unos 7 años, sostiene un taco, que apunta hacia el cielo; su mirada es de atención sobre los movimientos del fotógrafo; hay en su mirada un poco de confianza y a la vez cierto recelo, duda sobre cómo comportarse. Su hermanito está apoyado: antebrazos sobre la orilla derecha del pool, casi bajo el cartel de publicidad; es más chico, su mirada está libre de dudas, se interesa por Paul, por la presencia de la máquina hacedora del click que detendrá el tiempo en ese interior de Puerto Ruiz. Sobre el paño ajado de la mesa 9 bolas también han quedado fijas en la historia. El sonido de la muerte, el click de esta foto, también ubica, vigilante, eso sí, a distancia, desde el ángulo formado por las paredes, y sobre una saliente de la construcción, la presencia de una virgen de plástico envuelta en celestes y oros, arte de cotillón.
La foto de Campodonico habla de la niñez; desde que vi la foto que no dejo de pensar en los pibes del pool, y en cierta oscuridad, porque imagino existencias complicadas. Toda la foto sugiere el desgaste ocasionado por el tiempo y otras yerbas tan humanas: desesperantes: cuando se piensa en los indefensos; despreciables: cuando se piensa en los que se reciben de victimarios. Conocí a Paul antes de la muestra F2840 de un grupo de 10 fotógrafos gualeyos, él es el más joven, inaugurada en el Quirós durante noviembre. La propuesta para la inauguración: se pedía un alimento no perecedero para entregar, a través del maestro Nicolás Montenegro, a los que más lo necesitaban. Recuerdo que Fernando Sturzenegger dijo que Montenegro hizo referencia a la comida cuando se le preguntó qué hacía falta en Puerto Ruiz. Y entonces pienso en la oscuridad, y en tanto paño roto por donde intentan andar las escasas oportunidades. Y sin embargo, ahí está la ventana.
Pregunté a Paul qué recordaba del momento de la foto: “La tomé el día que fuimos al Puerto con los chicos de la muestra a llevar lo recolectado: con Fernando Sturzenegger, Agustín Colli y Nicolás Montenegro. Decidimos quedarnos a disfrutar la tarde. Salimos a caminar, Fernando y yo, cámara en mano. Caímos a un bar de una de las esquinas con los viejos y llamativos adoquines del Puerto; paramos a tomar algo fresco, aire y charlar un rato; por cierto, nos atendieron muy bien. El ‘boliche’ es de una señora llamada Olga de Soria. Entre charla y charla decidí hacer algunas fotos. Empecé a caminar por la zona y me metí en el bar; ahí dentro estaban los niños jugando al pool; eran nietos de la dueña. Cuando los vi, les pregunté si podía hacer algunas fotos del lugar, y ellos, sin problemas, aceptaron. Les dije que siguieran haciendo lo suyo, ya que no me gusta interferir. Ahí fue donde salió la foto; el niño estaba recostado en la mesa esperando su turno, tenían solo un taco para jugar. Dije que era lindo jugar al pool, y la señora me contestó: ‘Sí, pero la verdad, con esta mesa no se puede mucho, está más de adorno, no vienen muchos a jugar por su estado’. Le dije: ‘Sí, entiendo, pero eso es lo de menos’. Trataba de transmitir que no importaba el estado, sino que mientras se disfrute el momento, no importan mucho los detalles. Ellos estaban pasando un buen momento. La nenita estaba un poco sonrojada al ver la cámara, se nota en la foto, y el niño, con un poco de incertidumbre, no dijo nada; sentí que la estaban pasando bien; aunque la realidad es que el lugar tiene poca concurrencia, la mesa está rota y todo lo que se ve en la foto; ellos estaban pasándola bien y eso es algo que me llamó mucho la atención. Siempre destaco la simplicidad de las personas. En ese momento recordé la frase: ‘No importa dónde, sino con quién’. La señora es muy buena, tiene mucho para contar. Hablé con ella mientras decoraba la ventana con algunas plantas; llegamos a coincidir en que mi viejo era amigo de ella; él suele ir a pescar, va mucho al Puerto y conoce todo lo que se relacione con el río. Le pregunté por un comedor que había años atrás, cuando yo era chico, y que recordé porque me llevaba mi viejo. El lugar era ahí, en la parte de arriba del Puerto, donde ahora hay un kiosco; y me contó que era de ella y su marido, que falleció hace algunos años; me contó que le prometió que ella iba, a pesar de su ausencia, a continuar con el boliche; ella hace pescados para comer ahí mismo. Olga de Soria, conserva el apellido de su marido. Cuando le conté a mi viejo que hablé con ella, me dijo: ‘Ese es el verdadero amor, el que sentían ellos dos; la mujer lo sigue amando aunque ya no esté’. Fue todo lo que viví esa tarde, realmente fue un gran día”.
Paul Campodonico (1994) está estudiando fotografía en Rosario. En la entrevista que hice por la muestra F2840, él definió claramente sus ideas para con la fotografía: “Y es lo que pretendo hacer en mi vida, estoy lanzado a eso. En casa siempre hubo máquinas de fotos, y yo sacaba, pero sin la intención de lograr algo; me gustaba, después sentí que era lo que quería hacer en mi vida, no quería otra cosa; experimenté solo y después me fui a estudiar”.
La foto de Campodonico me lleva a mis 12/13 años, hasta la mesa de billar del club en un barrio de laburantes: el 12 de octubre de Martín Coronado. No era pool, era billar, la jugada más fácil: con 4 bolas; la sensación de ser grande al tener un taco entre las manos, al colocar tiza azul en la punta, el deslizamiento de la vara entre los dedos, y hasta la copita de Legui en el invierno. El paño de la mesa de billar del 12 estaba gastado, pero no llegaba a las hilachas de la mesa del Puerto. Desde allá vengo. Y había ventanas.
La luz entra por la ventana; un estallido de luz afuera, y el rebote dentro del boliche. Recordé la línea del Indio Solari: de ‘Juguetes perdidos’ del maravilloso ´Luzbelito’: “Cuando la noche es más oscura se viene el día en tu corazón”. Ojalá, habrá que pelear por esa vuelta de calesita; “ojalá” anoto cada vez que recuerdo esta línea. Pensaba en la foto de Paul, y a partir de ella en tantas puntas. Por ejemplo, me dije que está como instalado en nuestro hablar que la casualidad, su sustancia, es el centro de la palabra “carambola”: “De carambola salió tal cosa”. Y a la hora de seguir en los temas que giran sobre distintas sintonías de paño verde bacheado, pensaba que, en realidad, dicha carambola casi nunca ocurre de carambola, sino con intención y conocimiento de dónde y cómo pegarle a la bola para que la susodicha vaya hacia el punto elegido. Digo que no se termina confinado a una suerte, digamos, de trabajador explotado y olvidado, de pura y simple carambola; sí en cambio se puede decir que se puede terminar sobreviviendo -cuando un Estado juega a las escondidas- entre carambolas varias: suertes, encuentros y destinos devenidos de la práctica caótica de la solidaridad: de ayuda desesperada entre hermanos. Pienso en ciertos paños, en la inexistente igualdad de oportunidades, en que es mentira que todo depende de nuestra conciencia civil para lograr el loado fin de “zafar”; y anoto que a este ideal pobre lo apuntala que no importe la suerte del hermano: “hacer y ser” lejos de la culpa o la complicidad.
La luz que siempre entra por la ventana: guardo y refuerzo esta verdad luego de andar dentro de la foto de Paul Campodonico. Recuerdo, y espero jamás olvidarlas, las palabras del poeta Ricardo Maldonado; en una de nuestras charlas dijo que el valor de una foto estaba en todo lo que era capaz de sugerir a quien mira. Reconozco mis fotografías cuando me invitan a la escritura, a mandarme de paseo, con tinta roja entre las manos y el cursor, y encontrarme, identificarme en palabras e ideas. Así mi manera de entrarle a la historia en esta navidad triste.

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