domingo, 6 de agosto de 2017

Antonio Castro de regreso

Desde hace un puñado de días hay en el Museo Quirós una presencia determinante que todo lo modifica. Hablo de las almas del espectador, que mira alucinado; hablo del aire, y en él señalo las rondas de buenos fantasmas que regresan; y entre ellos, el primero, fundacional, el de Antonio Castro, destacado artista plástico gualeyo, y sus maneras de animar el vuelo del pincel y los colores. Una obra de dimensiones generosas (2,50x1,50mts). Un cuadro, pero no en soporte tradicional. Un ensayo plástico trabajado sobre una confluencia poética, así lo pienso.
Néstor Medrano, a cargo de Cultura del Municipio, informa: “Es una donación de un sobrino de Castro”. Maximiliano Crespo fue el encargado de enmarcarlo.
¿Quién es el sobrino generoso de Antonio Castro?, es la primera intriga, porque, me digo: no cualquiera piensa: que sea para todos, y no solo para mí, o no solo para un particular; digo: tiene sus cuestiones ese egoísmo, entendible, de la posesión de una obra de arte. Y además, pienso, sé, que toda obra tiene un relato, y entonces, encontrarse con el que corresponde a este caso, hace todavía más maravilloso el gesto de dar, de entregar el tesoro para los demás.
Antonio Castro
El hombre generoso es Raúl Emilio Albornoz Castro, más conocido en su barrio como el “Turco”: “Mi mamá era hermana de Antonio: Juanita, la Negra, más conocida por el apodo: Silvia”. En el libro de Nidya Rampoldi: “Antonio Castro. Hombre de la costa” (2009) me enteré de que Castro, alguna vez, frente a la escasez de materiales donde pintar (papeles, cartones y maderas, y variados etc.) había emprendido la labor sobre una sábana. “Una sábana de Castro”, le digo al Turco: “No es una sábana, es el mantel de mamá. Un pedazo de tela, tipo lienzo, pero es tela simple, comprada en una tienda de retazos; como mamá cosía y bordaba como una diosa, lo hizo mantel. Pasó el tiempo, y mamá dijo que se lo iba a llevar a Antonio, para su mesa. Él vivía en la casa que había sido de mi abuela. Sobre este mantel han comido los grandes amigos de Antonio: Petroff, Normita Olhaberry con Otero, Pitina Olhaberry, el doctor: el ‘Gordo’ Alberto Lescá. Conocimos a sus amigos, también amigos de mi mamá: Emma Barrandéguy, Cachete González, que se apareció una mañana en casa acompañado por Jaime Dávalos, los dos venían a ver a Antonio, los dos en pijama, era verano; y conocimos a grandes viejos, yo era joven, y conocí a Mastronardi, a Elsa y Eise Osman, mucha gente vino a casa, literatos. Mi mamá les hacía ensalada de tarucha, que el mismo Antonio pescaba, y que nosotros, chicos, les sacábamos las espinas al sol, eso también era una obra de arte; les encantaba el pescado frito. Corría el buen vino, cuando salió el Valderrobles, era un lujo. Después, más para acá, las chicas Mochi: Biby, que puede contar mucho de Antonio, y su hermano Néstor que estaba Italia (Biby sumó los nombres de sus hermanos Prudencio y Graciela) le traía materiales de pintura. Antonio además era amigo de los pescadores del río, que eran su gente de la ‘fogarata’, la ‘fritangueada’, del vino y el cigarrillo; por eso te digo que Antonio quedó en los rancheríos pobres, en la pintura y en el sentimiento de la gente. Antonio ofrecía siempre su casa, y eso es una herencia. Nos enriquecíamos con él. Un día no tuvo mejor idea de poner con cinta el mantel en una pared y empezar a bosquejarlo, porque es un bosquejo, no es una pintura terminada. Mi mamá tuvo el mantel muchos años. Sirvió para la mesa de madera de la casa. Las viejas de antes cuidaban las pocas cosas que podían tener”.
Entre recuerdos y deseos: “Antonio vivía en su casa, que él le había comprado a la madre, con su hermano Cacho, pero durante años vivió con nosotros. Guardo pinceles y bosquejos de él, a varios los hice enmarcar y los colgué. Me gustan porque es cuando nace la idea. Y guardaba el mantel, bien doblado dentro de bolsas, nada de humedad; estaba en una parte de la casa, que es medio tapera, pero bien seca. Estamos sacando cosas porque vamos a vender una parte. Le dije a mi hermano que lo iba a donar al Museo Quirós. Es una obra de arte de Antonio, que no tiene la firma, pero el trazo es inconfundible. Debe ser de principios de los ’90. Quisiera que la obra quede para siempre, que la vean todos. No lo quería en manos de un privado. Son dos obras de arte en una: las manos de mi madre y la pintura de Antonio. Tengo tapices pintados que tampoco están firmados porque son de cuando tenía problemas con la artrosis. Hubo familiares que vendieron obra, y está bien, cada uno sabe, nosotros no vendimos, le dijimos a mamá que no vendiera nada. Antonio murió en casa de Cacho. No murió en casa porque nos inundábamos, si no hubiera muerto en casa. Quería mucho a mi papá”.
Castro en el Quirós. Foto de Fernando Sturzenegger.
Pregunto al Turco cómo era el tío: “Más que tío fue un amigazo. Nos leía a Omar Khayyam, ahí tengo el libro viejo: ‘¡Bebe vino!’, porque a él le gustaba la bohemia. Fue un amigo, aparte de unirnos la misma sangre, nos decía: ‘La palabra justa en el momento justo’. Nos marcó para siempre: ‘Sobrinos, ustedes sean felices con lo que quieran ser felices, que yo voy a ser feliz’. Hay que decir todo lo que era Antonio. Como dice mi hermano: ‘Antonio quedó en los rancheríos pobres’, porque era eso, era sinónimo de esos lugares; siempre daba una mano, si él no tenía, pedía para darle a otro. A mis 57 años, fui, soy, testigo. El recuerdo de Antonio, más que la sangre, es la enseñanza a cabalgar la vida, a ser honesto, a ayudar en el momento que corresponda, y con la herramienta que corresponda; no son palabras mías, son palabras de él”. Raúl Emilio se emociona, se lo ve feliz, pleno en la memoria: “También heredamos el amor por los libros. Antonio iba dejando cosas por el camino, dejó obras en casa de un amigo, y nunca más las buscó. No era materialista, vivía desprendido. Él vivió en Buenos Aires, en una habitación pequeña en un teatro, por ahí también quedaron obras. Se relacionó con artistas. Recuerdo una carta de Páez Vilaró invitándolo a Uruguay”.
Pregunto por una imagen/recuerdo de Castro: “Fue un bohemio nato, que ya no se ve más en este mundo. Lo recuerdo saliendo a caminar con el bolso al hombro, pararse a hablar con toda la gente del barrio. Él era pueblo. Era amigo de todos. Nos enseñó a remar, a pescar, desde chiquitos. Y creo que era más familiar de la gente que conocía que de la familia propia”.
El Turco afirma que Castro: “Era muy ‘mamero’, cuando murió la abuela, yo tendría 9, Antonio empezó a ser un trashumante. Iba y venía. Vivió en Buenos Aires, se juntaba con Cachete y Martínez Howard en La Boca. Después se quedó en Gualeguay”.
Asegura el Turco que: “Antonio tuvo una infancia feliz, todos los hermanos eran unidos. Después llegó hasta el maestro Epele, que lo incentivó”. Recuerda que las pérgolas del barrio llevaban el nombre de “Paseo Antonio Castro”, y dice no entender por qué no se mantiene la denominación.
Los regresos de Antonio Castro: “Antonio se hace presente en un vaso de vino, en un cigarrillo. No se puede decir que no está. Se lo encuentra en su pintura, en el río, era un gran pescador. No tuve hijos, pero de haberlos tenido me hubiese gustado ser como fueron Antonio y mi padre”.
Una presencia determinante, que todo lo modifica. Me detengo, en soledad, es media mañana en el Quirós, frente al Antonio Castro. Nico y Maxi están en la oficina. Abro mi libreta y lapicera en mano tiro mis trazos de palabrería. Anoté que muy bien el mantel de la mamá del Turco, pudo ser mantel y también sábana en la casa del artista. Un mantel trabajado por las manos de una madre, un simple retazo de tela acondicionado para que sobre su esencia de festejo festejaran en comida y trago tantos amigos. Y una sábana trabajada primero entre los sueños y las vicisitudes y destinos de las noches de Antonio, y luego, como para acomodar los relatos, el impulso de liberar pinceles y colores. En la soledad que me regalaba el Quirós, descubrí otra vez la marca fundacional de Gualeguay. Digo una y otra vez que esta ciudad/río está ubicada en el límite de dos territorios: donde transitan aquellos que están vivos, el cotidiano a la vista, y la otra tierra, donde aquellos que partieron, nuestros muertos, regresan a los afectos. La obra, el cuadro, el mantel o la sábana, muchas veces la palabra justa no importa, es una comunidad, primero de colores (se ve que Antonio andaba escaso de soporte tradicional, o nada más quiso innovar, pero sí contaba con pintura en generosa presencia) y de trazos de poseso amanecido en la maravilla del arte; y luego de figuras o recuerdos de humanos viajeros entrevistos en la maravillosa acción de regresar, de volver. Una comunidad de almas, de buenos fantasmas. Hablo de figuras entrevistas saliendo desde el fondo de la obra, desde la “entrenoche” como anotó la poeta: sus rostros, su mirada sobre la mujer en ocre desnudo que se muestra en el centro de la tela, el retazo, el mantel, la sábana, la comida y el sueño. Desde la tranquilidad en el Quirós vi en el Castro esa comunidad de fantasmas en el regreso, y en ellos vi cierta ansiedad, causada por la misma acción de volver desde la memoria, y porque se quiera o no aceptar, la vida y sus cercanía implica cierta velocidad, cierta neblina hecha de arena que desdibuja los días, y en eso caen hasta los fantasmas. Anoté que en todo este universo, Antonio Castro guarda un único espacio de remanso. En la altura, a la derecha, a través de una ventana originada en alguna curva de un cuerpo humano, se ve con claridad y simpleza de trazo, un bote con su pescador: un puñado de trazos negros y una pasada en verde para señalar el refugio. Hay una figura a la izquierda que sugiere una sintonía de personaje que muy bien podría habitar un cuadro de Cachete González. Escuché en una noche cercana al poeta, plástico y ensayista Luis Alberto Salvarezza, y al plástico y ensayista Marcelo José Vázquez, señalar esa presencia puente entre los artistas gualeyos. Hablando de la obra de Castro y Cachete con el poeta y editor Ricardo Maldonado, me dijo que no hay que olvidar que ambos artistas vienen del mismo barro primordial, ese sentimiento o mirada social y poética que también marca, define, la ciudad de Gualeguay.
Agradezco esta nueva presencia de Antonio Castro. Invito a los gualeyos a pasar por el Quirós y sentarse a la mesa de los regresos. Agradezco que a través del fotógrafo Fernando Sturzenegger pueda guardar su registro. Agradezco a Raúl Emilio Albornoz Castro por su ofrenda para todos, por sus palabras. Y no quiso ocupar ni un lugar en la foto.

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