Al
pasar la posta, el viajante de los días se detiene un momento y genera un nuevo
acorde dentro del movimiento de la vida. Pasar la posta es “nacer” un puente
emotivo entre dos personas, es dar cuerda a la cajita de música que todos llevamos
dentro.
Pasar
la posta en el tránsito de los días. Enseñar un puñado de magias humanas al
otro, al elegido. Un puñado de magias y disponer de ellos en vida. El puñado en
cuestión: un espacio/tiempo donde puedan respirar, por ejemplo: una historia,
un sueño, un objeto amado, una música, un libro.
Recuerdo
en este momento de escritura un caso de ofrenda feliz: la transmigración de una
historia de una memoria a otra. El personaje de la novela “El infierno” del
escritor francés Henri Barbusse espía a través de un agujero en la pared de la
habitación de hotel que ocupa, aquello que sucede en la habitación contigua. En
ella se aloja una persona que está muy enferma. Cuida a este hombre una
enfermera. El hombre propone a la enfermera contarle una historia. Ella acepta.
El hombre enfermo cuenta entonces su historia de amor, para que cuando él ya no
esté sobre la tierra, esa historia siga viva en otra persona, que podrá
referirla, y que podrá revivir los pormenores del día en que recibió en
custodia tamaña magia humana.
Al
igual que este personaje literario, todos guardamos historias y objetos con
historia que, pienso, querremos dejar en manos de nuestra gente querida,
elegida, respetada. Ofrendar es tratar de hurtarle un beso largo a la dama más
difícil: La Eternidad.
Una
magia emotiva puede llegar hasta nuestras manos de dos maneras: una, por
disposición póstuma, es decir, durante el después, en ausencia de quien ofrenda.
Esta forma nada tiene de malo en el arte de dar y transmitir, pero me digo que
prefiero, adhiero, elijo, el otro camino, al que se llega a través de un
momento de charla entre dos personas, dos pares, dos seres humanos encontrados
en una misma y cercana sintonía. Me gusta la visita de las palabras y las
miradas, elijo los silencios aparecidos cuando la garganta se arruga, adhiero a
la titubeante energía de la voz. Prefiero descubrir (hasta ahora solo me ha
tocado respirar dentro de la figura de receptor) la emoción que me gana. Me
gusta encontrar cada uno de mis gestos abrazando la calma, queriendo una paz
silenciosa que colme y proteja, una paz que, a la vez, alegre aún más a los
participantes. Porque estos, en todo momento, saben lo necesario: las marcas
centrales en el paisaje por el que se avanza. Me descubro así en la tontería de
la búsqueda de pequeñas distancias, no sé con qué fin: ¿escapar de las
emociones?, sé que no, porque mi interior bien sabe de aquello que está
ocurriendo: una persona se desprende de sus tesoros porque sabe que se
encuentra en las profundas alturas de la vida, y otra persona, la que recibe la
ofrenda, la cápsula de tiempo pasado y futuro, sabe que ambos están anoticiados.
Ambos entienden de la ceremonia, ambos conocen a las hermanitas que vienen
siempre de la mano: ellas: vida y muerte, entre los vestiditos del tiempo,
llevan a las personas, que andan a conciencia despierta por el centro del
pensamiento, a mirar de frente cuando respetan el impulso. Entonces el
encuentro, el pase, la ofrenda; y la maravillosa presencia, tan necesaria, del
amigo, el hijo o el discípulo.
La
poeta Tuky Carboni me cuenta: “Juanele Ortiz le dejaba a Emma Barrandéguy bonos
para la venta anticipada de sus libros. Ella vendía en Gualeguay y en Buenos
Aires. Así se pagaba la edición. Juanele era empleado del Registro Civil,
ganaría una miseria. Ella le hacía ese trabajo de todo corazón. Emma decía que
él era un ángel, que jamás le escuchó decir nada hiriente a nadie; si no le
gustaba lo que el otro escribía, le aconsejaba seguir leyendo”.
Hace
casi cuatro años que iniciamos, la poeta Tuky y yo, nuestro intercambio
palabrero. Encontré en ella, hoy somos amigos que además escribimos,
distintivos poco usuales dentro de la comunidad de escritores (por lo general
muy habitada por pavos reales que no tienen con qué hacer esquina más que con
el ego que asoma y no para de asomar): su generosidad, su sincera manera de
ser: humana, imperfecta, y con la duda como compañera: siempre a la mano para
mejor sacarle punta al lápiz y las ideas.
Tuky
Carboni me recibió en su casa. Sobre la mesita había una bolsa plástica con
cuatro libros: “El álamo y el viento” (1947), “El aire conmovido” (1949), “La
mano infinita” (1951), “La brisa profunda” (1954). Todos libros de Juan L.
Ortiz. Me dice Tuky: “Recibí los libros de manera bastante ceremoniosa, y por
eso lo hago con vos. Emma me dijo: Yo no sé cuánto más voy a vivir. Era más
vieja de lo que yo soy ahora; estaba sana y muy lúcida Pero quizás sintió que
su época se estaba terminando. Me dijo: Yo te doy estos libros -y me dio también
una carta, escrita a mano, de Juanele, que no pude encontrar- que amo y que
tienen la letra de Juanele, para vos, te los regalo. Le di las gracias. Ahora
yo me siento, no digo próxima a la muerte, pero es como que estoy viviendo de
yapa, y te los quiero dar a vos por dos razones: una, lo siento como una posta;
Emma me dijo muchas veces que yo era su sucesora. Creo que los tenés que tener vos,
por edad y por mi admiración como persona y escritor. Te los doy con todo
gusto. Son libros de ediciones originales. Cuando un libro tiene que llegar a
vos, llega. Cuando un poema tiene que llegar a vos, llega. Misterios. En ellos
vas a encontrar ‘la voz o la guitarra húmeda’ de Tacuarita, mi tío abuelo.
Calculo que ellos se tomarían unos buenos vinos cuando charlaban”.
“El
álamo y el viento” lleva su tapa desprendida. En ella, en un verde claro y
luminoso, se ve además del título y autor, el sello editorial: Ediciones Sauce
1947, y un paisaje mínimo, dibujo del poeta: un arbolito flaco, una línea de
tierra, una laguna atrás, otra laguna, esta vez aérea, en el cielo. La tapa
suelta permite enseguida ver la dedicatoria: “Para Emma Barrandéguy, con la
esperanza de que halle aquí algo de su tierra, de nuestra tierra. Con todo el
cariño de (firma) Paraná / Marzo 12 de 1948”. En la misma página hay pegado un
papelito: Fe de Erratas. Elijo el poema “Crepúsculo en el campo de Gualeguay”:
“Nada más que un sueño amarillo que se va entre los talas / detrás de un vuelo
bajo y encendido de verdes. // La luz es una nostalgia que alarga sus suspiros
hasta las lejanías. // Los cardales secos, aéreos, de qué color? // Este
paisaje es mi alma y será siempre mi alma. / Un espejo infinito para el cielo.
// Sabéis, amigos, ahora, la causa de mi vaga tristeza?”.
“El
aire conmovido” también tiene su tapa desprendida, pero no deja ver dedicatoria
alguna. En negro el nombre del poeta, en un rojo suave el título y Ediciones
Sauce; en negro: Paraná 1949. En el centro de la tapa el dibujo de Juanele en
negro: una mujer construida en trazos mínimos parece flotar en el paisaje
apenas sugerido. Elijo un fragmento de “Me esperabas en esa casa”: “Me
esperabas en esa casa perdida entre los montes. / Tu madre andaba por ahí. / Te
ví en el sueño, en la luz del crepúsculo pobre, / rodeada de aves blancas,
blancas, que palpitaban. / Me mirabas, oh dulce niña que vuelves en los sueños,
/ con una mirada perdida, / suavemente perdida / en no se sabía qué del
atardecer agreste, / como si esa soledad ya te hubiera ganado / y tus ojos sólo
sonrieran resignados. // (...)".
“La
mano infinita” tiene la tapa en su lugar, pero le falta la contratapa. En negro
el nombre del poeta; en verde el título y la Editorial Llanura, en negro:
Colección Salamandra, y también: Paraná 1951. El dibujo: una mano de dedos
largos saludando la luz en el cielo. Líneas flacas, las estrictamente
necesarias para fundar las figuras. El libro guarda una dedicatoria cariñosa
para Emma. Al principio: Fe de Erratas. Elijo un fragmento de “Los juegos en el
sol de Octubre…”: “Los juegos en el sol de Octubre, los juegos. / Una ebriedad
un poco ‘vulgar’, es cierto, pero los paraísos eran lilas, / y allá las colinas
de un verde infantil hacían más dulces sus líneas, / y algunas casitas blancas
de los pliegues eran aéreas casi. // (…)”.
“La
brisa profunda” lleva tapa y falta la contratapa, en su lugar, la última página
recibió la escritura de Emma en lápiz tenue; por lo que se adivina en la maraña
de la escritura en juego y libertad, se refiere a la poética de Juanele. En
azul: nombre del poeta, título, dibujo y Editorial “Este” Colección “Daniel
Elías” Paraná 1954. El dibujo, las líneas suficientes para señalar la brisa.
Una cariñosa dedicatoria a Emma que apenas si se lee (especial, muy especial la
flaca y pequeña letra de Juanele, como si en la brisa viviera). Elijo el fragmento
de “A Prestes (Mi galgo)”: “(…) Silencioso amigo mío, viejo amigo mío, has
muerto… / Cuántos minutos claros, cuántos momentos eternos, contigo, /
compañero de mis mañanas cerca del agua, de mis atardeceres flotantes… / en el
dulce calor, en el viento de las hierbas, en los filos del frío, / en la luz
que se despide como un infinito espíritu ya herido… // (…)”.
Ofrenda.
Me digo que la poeta gualeya Tuky Carboni, mi amiga, me ofrenda estos libros
para que me acompañen en la vida, y en ellos la compañía de Juanele, de Emma,
de Tuky. Libros, ejemplares especiales, portadores de historias, del roce de un
puñado de manos que sabían de la palabra amiga. Ofrenda, ofrendas, en ellas
pienso cuando encuentro las que hoy me hace mi padre. Rolando Lois, desde sus
86 años, me cuenta historias, me señala cuadros de su autoría para que queden
en mis manos; me devuelve la carta que escribí a los reyes magos cuando tenía
6, 7 años.
Pienso
en Emma, en Tuky, en mi viejo. Pienso en el pase en un descanso: en las
ofrendas. Cuando llegue el momento, voy a dar mis ofrendas desde esta memoria
que me guía, para que así nos vayamos todos un poco, que es la mejor manera de
quedarse un rato más entre las historias.
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