domingo, 15 de enero de 2017

El camino hacia la luz

Hace unos años tuve la suerte de compartir una mesa en el hall de un hotel en Buenos Aires con el escritor portugués José Saramago, su compañera Pilar del Río, y el poeta Hugo Ditaranto, mi amigo y maestro (fue quien me invitó a compartir ese momento, era amigo de los Saramago). Aquella vez escuché a Saramago hacer referencia a una instancia que creo fundamental en la vida de las personas. Conocía su reflexión, ya la había leído. Claro que en directo fue otra cosa. El escritor señaló la acción necesaria de hacerse tres preguntas ante los hechos, la información: ¿por qué ocurre lo que ocurre?, ¿para qué ocurre lo que está ocurriendo?, y ¿para quién, a quién beneficia lo que ocurre? La propuesta tiene relación directa con prestar la atención suficiente, es decir, moverse a conciencia por los dimes y diretes que circulan por este mundo, a “diario” acomodado por los poderes que saben del chamuyo y la careta, y entonces sí, todo el año puede ser carnaval.
José Saramago
Me dije aquella vez que la propuesta del escritor lleva como marca la intención de acercarse a los barrios centrales de la sabiduría. Releyendo en estos días “Dios, el mamboretá y la mosca” (1974) de Thomas Moro Simpson, leí unas líneas que me volvieron hacia el recuerdo de Saramago: “(…) Era evidente que en ese momento me estaba dominando el animal metafísico, el mono ‘enfermo’ que, de pronto, entre una banana y un maní, empieza a preguntar por el ‘cómo’, el ‘porqué’ y el ‘para qué’ de las cosas”. Agregaba Simpson como nota al pie lo siguiente: “Si alguien se pregunta por el sentido y el valor de la vida es señal de que está enfermo”, frase que dijo Freud. Entonces, pienso, bienvenida la enfermedad, al menos la de este mono, que cada dos por tres se pregunta sobre estas cosas raras. Y aclaro que sigo preguntándome aun teniendo la certeza, más de una vez, de que esta vida no tiene ningún sentido.
Todo sea por mojarle un poquito la oreja a la sabiduría, un término que se podría ilustrar tomando como referencia a un hombre que posee un buen número de conocimientos, una buena cantidad de calles recorridas, un tipo pensante, prudente, atento a las señales. Se nace lejos de la sabiduría, a la damisela hay que alimentarla, cosecharla, darle luz y sombra, un poco y un poco para que la fantasía no te gane los días con eternas fiestas de cumpleaños, ni para que tampoco la lágrima se pavonee sin fin por los barrios interiores. Mirada y reflexión. Memoria de los días, de las palabras, de las sensaciones. Memoria de los aciertos, memoria de los errores. Hay que saber de lo oscuro para poder disfrutar a conciencia de la luz del día, y hay que saber de algunas señales que se dan entre las sombras para también poder disfrutarlas al tiempo que las hacemos también luz. Transitar la vida con sabiduría tiene que ver con andar por el barrio tratando de hacer bien las cosas, ser un buen tipo, una buena mujer, y antes de esto haber sido: un buen compañero, un buen hijo. Le digo a Julia, mi hija, que es muy lindo ser bueno. Ser bueno te acerca a la luz que dan los viejos faroles del mejor de los barrios. Es con la búsqueda de la sabiduría cuando mejor se mueve el hombre en los terrenos del arte y los oficios.
Thomas Moro Simpson
Empecé a descubrirme en el tema hace varios días, desde que el calor aprieta con ganas de alta temperatura en el cielo y en la tierra, pero no fue hasta hace pocos días que las imágenes de lo entrevisto me llevaron a mirar con detalle sobre el paisaje y el pensamiento.
Sucedió, sucede, una vez más en la chacra gualeya, en casa, dentro del mapa de Gualeguay, la ciudad/río. Todo parece silencioso en la escena, nada hace presumir la llegada de los náufragos. Tantos náufragos en estos tiempos. Me pregunto desde dónde vendrán, cuáles son los lugares donde aguardan la señal. ¿Expulsados del paraíso? ¿Atrapados por la pulsión de vida? ¿Ansiosos por cumplir con la marca destinal?
Dos paisajes. Al frente de la casa, sobre las paredes de revoque fino y sin pintura, sobre dos de las paredes del dormitorio, y sobre la vereda rústica del exterior que sigue el ángulo en el extremo de la casa. En el fondo: sobre la ventana que da al churrasquero, otra vez sobre la pared sin pintura, y sobre el vidrio de la ventana, y también sobre la cerámica del piso de la galería.
La sabiduría, la luz, que baña el frente de la casa está sujeta, a cierta distancia, sobre un poste del tendido eléctrico. La noche es recién llegada. Colabora una lamparita desde la entrada de la casa, pero su presencia no es decisiva. El foco en el aire, sobre la calle de tierra, sí lo es. Ahí está Dios, el de la sabiduría; al final existe, como si fuera un caserito, sobre un palo, pero con otro ego.
La sabiduría, la luz, que toca al fondo de la casa está sujeta al portalámparas que porta lo obvio y se apoya en la pared. Puede ayudar la luz del interior, la de la cocina, pero como la luz de la entrada, tampoco es decisiva.
Dos paisajes, dos veces la sabiduría, dos veces la luz, y dos veces la multitud de náufragos, de seres vivos que se llegan hasta La Meca, también dos en casa.
Desde mi infancia las llamo “cotorritas”, los famosos bichitos de la luz; su presencia es arrolladora, casi una nube oscura se asienta sobre las paredes del dormitorio, y la misma nube une el cielo y la tierra, como si se tratara de una lluvia. Bajo las dos luces de mercurio que iluminaban la calle Manuela Pedraza en el Martín Coronado de infancia, era común escuchar el rebote de los “cascarudos”, plenos de armaduras oscuras y relucientes, pero claro, en la chacra gualeya descubrí a los “papás” gigantes de aquellos. Distintos calibres de arañas. Mariposas oscuras, y algunas, de tan oscuras, con pelaje blanco, con si llevaran pesados vestidos de fiesta. Por la zona de la casa, sabe sobrevolar un loco lindo (porque para frágil ya está la vida, y si golpeás la puerta, un día te van a dejar entrar) en un artilugio mecánico hecho en tela de colores, hierros y motor; el señor hace su ronda ruidosa, más alto o más bajo en el cielo; en este visitante pienso cuando veo a una especie de cascarudo, más claro que los anteriores, más pequeño, y que tiene la apariencia de un pequeño helicóptero. Se queda en suspensión frente a los focos, o frente a las superficies donde rebota la sabiduría. Hay una cantidad de visitantes que conozco desde que llegué a la chacra gualeya; en Buenos Aires, ni siquiera en la provincia: nunca había visto semejante catálogo de bichos.
En los años de infancia es cuando a flor de piel se practican ciertas crueldades. Recuerdo la costumbre de emprenderla contra las hormigas con un chorro de tiner y un fósforo. Y fue frente al mar de bichos que parecía brotar de una rajadura de la vereda, en la esquina del dormitorio que, sin pensar en nada, siendo un mayor imaginando las profundidades donde se apoya la casa o simplemente un niño cruel que está de regreso, derramé un nuevo chorrito de tiner y un fósforo. La luz encendida, además de sabiduría, cargaba con el secreto de los dioses, el fuego, y salvo los que no se enteraron de nada, los que no tuvieron tiempo, cantidad de bichitos se arremolinaban en torno al fuego, para entrar, para pertenecer, para saber, aun a costa de la vida. Vi llegar desde lejos un cascarudo de gran porte, recorrió casi un metro para quemarse las antenas, y ponerse a morir a un costado del camino. El fuego, la luz, casi desaparecía, y los bichitos seguían llegando para saber y morir.
Al principio, cuando descubrí lo que sucedía mientras se encendía la luz, solo vi en la escena el destino de ignorancia y muerte de muchos, y esos muchos eran tanto bichitos como seres humanos. Pensé en algo negativo, pero después la mirada se abrió un poco más. Es decir, es cierto, cientos, miles, podían marchar al matadero sin saberlo, pero en esa búsqueda hay una pulsión de vida. Me digo, todos vamos detrás de algo, buscando una guía, o avanzando con ideas propias porque ya tenemos la susodicha guía, ya hemos elegido. Cada uno con su luz. Con Dios o sin Dios, toda vida no es más que un camino. Adhiero a la idea de que es mejor cuando, como dice Saramago, o como se pregunta el “mono enfermo” de Simpson, se va a conciencia despierta mientras se trata de entrarle a los barrios centrales de la sabiduría, de la luz. Vamos en busca de algo, y en esto, además, se agradece, y se espera la existencia de la pasión. Mejor a conciencia, peor para los que nada más vieron la luz y subieron, aunque repito, creo que juega también la pulsión de encontrarse con algo, con alguien, en algo, en alguien: el impulso nos lleva. Después están otras consideraciones posibles en torno a la sabiduría, como los riesgos que implica acercarse demasiado a la luz; correr el riesgo, un juego peligroso, pero qué es la vida sin riesgo. Ida y vuelta, a qué perderla por meter de manera alocada las antenas en el fuego, y si no preguntarle a Ícaro cómo es venirse abajo desde la altura. Ícaro, el griego, por curioso terminó en el mar, por ignorar alguna distancia prudente en torno al sol, y se quedó sin alas, como tantas cotorritas.

Nos lleva la vida, su pulsión, salvo algunos que eligen un exceso de siesta. Mejor a conciencia despierta, como recomienda la gente que piensa en la amiga sabiduría, algo así como ir de la mano con ella y estar atento a los pozos en la vereda, para que nadie se queme con el charco burlón que hacen los fabricantes de charcos, que ahí también se refleja la luz. Un desafío, los perdedores, como siempre, serán mayoría; mejor hacerlo siempre a conciencia. Hace un tiempo escribí: “Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro rebotar contra la lámpara”. Me pasó en Buenos Aires, me pasa en Gualeguay.

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