Hace unos años tuve la suerte de compartir una mesa en el hall de un
hotel en Buenos Aires con el escritor portugués José Saramago, su compañera
Pilar del Río, y el poeta Hugo Ditaranto, mi amigo y maestro (fue quien me
invitó a compartir ese momento, era amigo de los Saramago). Aquella vez escuché
a Saramago hacer referencia a una instancia que creo fundamental en la vida de
las personas. Conocía su reflexión, ya la había leído. Claro que en directo fue
otra cosa. El escritor señaló la acción necesaria de hacerse tres preguntas
ante los hechos, la información: ¿por qué ocurre lo que ocurre?, ¿para qué
ocurre lo que está ocurriendo?, y ¿para quién, a quién beneficia lo que ocurre?
La propuesta tiene relación directa con prestar la atención suficiente, es
decir, moverse a conciencia por los dimes y diretes que circulan por este mundo,
a “diario” acomodado por los poderes que saben del chamuyo y la careta, y
entonces sí, todo el año puede ser carnaval.
José Saramago |
Me dije aquella vez que la propuesta del escritor lleva como marca la
intención de acercarse a los barrios centrales de la sabiduría. Releyendo en
estos días “Dios, el mamboretá y la mosca” (1974) de Thomas Moro Simpson, leí
unas líneas que me volvieron hacia el recuerdo de Saramago: “(…) Era evidente
que en ese momento me estaba dominando el animal metafísico, el mono ‘enfermo’
que, de pronto, entre una banana y un maní, empieza a preguntar por el ‘cómo’,
el ‘porqué’ y el ‘para qué’ de las cosas”. Agregaba Simpson como nota al pie lo
siguiente: “Si alguien se pregunta por el sentido y el valor de la vida es
señal de que está enfermo”, frase que dijo Freud. Entonces, pienso, bienvenida
la enfermedad, al menos la de este mono, que cada dos por tres se pregunta
sobre estas cosas raras. Y aclaro que sigo preguntándome aun teniendo la
certeza, más de una vez, de que esta vida no tiene ningún sentido.
Todo sea por mojarle un poquito la oreja a la sabiduría, un término que
se podría ilustrar tomando como referencia a un hombre que posee un buen número
de conocimientos, una buena cantidad de calles recorridas, un tipo pensante,
prudente, atento a las señales. Se nace lejos de la sabiduría, a la damisela
hay que alimentarla, cosecharla, darle luz y sombra, un poco y un poco para que
la fantasía no te gane los días con eternas fiestas de cumpleaños, ni para que
tampoco la lágrima se pavonee sin fin por los barrios interiores. Mirada y
reflexión. Memoria de los días, de las palabras, de las sensaciones. Memoria de
los aciertos, memoria de los errores. Hay que saber de lo oscuro para poder
disfrutar a conciencia de la luz del día, y hay que saber de algunas señales
que se dan entre las sombras para también poder disfrutarlas al tiempo que las
hacemos también luz. Transitar la vida con sabiduría tiene que ver con andar
por el barrio tratando de hacer bien las cosas, ser un buen tipo, una buena
mujer, y antes de esto haber sido: un buen compañero, un buen hijo. Le digo a
Julia, mi hija, que es muy lindo ser bueno. Ser bueno te acerca a la luz que
dan los viejos faroles del mejor de los barrios. Es con la búsqueda de la
sabiduría cuando mejor se mueve el hombre en los terrenos del arte y los
oficios.
Thomas Moro Simpson |
Empecé a descubrirme en el tema hace varios días, desde que el calor
aprieta con ganas de alta temperatura en el cielo y en la tierra, pero no fue
hasta hace pocos días que las imágenes de lo entrevisto me llevaron a mirar con
detalle sobre el paisaje y el pensamiento.
Sucedió, sucede, una vez más en la chacra gualeya, en casa, dentro del
mapa de Gualeguay, la ciudad/río. Todo parece silencioso en la escena, nada
hace presumir la llegada de los náufragos. Tantos náufragos en estos tiempos.
Me pregunto desde dónde vendrán, cuáles son los lugares donde aguardan la
señal. ¿Expulsados del paraíso? ¿Atrapados por la pulsión de vida? ¿Ansiosos
por cumplir con la marca destinal?
Dos paisajes. Al frente de la casa, sobre las paredes de revoque fino y
sin pintura, sobre dos de las paredes del dormitorio, y sobre la vereda rústica
del exterior que sigue el ángulo en el extremo de la casa. En el fondo: sobre
la ventana que da al churrasquero, otra vez sobre la pared sin pintura, y sobre
el vidrio de la ventana, y también sobre la cerámica del piso de la galería.
La sabiduría, la luz, que baña el frente de la casa está sujeta, a
cierta distancia, sobre un poste del tendido eléctrico. La noche es recién
llegada. Colabora una lamparita desde la entrada de la casa, pero su presencia
no es decisiva. El foco en el aire, sobre la calle de tierra, sí lo es. Ahí
está Dios, el de la sabiduría; al final existe, como si fuera un caserito,
sobre un palo, pero con otro ego.
La sabiduría, la luz, que toca al fondo de la casa está sujeta al
portalámparas que porta lo obvio y se apoya en la pared. Puede ayudar la luz
del interior, la de la cocina, pero como la luz de la entrada, tampoco es
decisiva.
Dos paisajes, dos veces la sabiduría, dos veces la luz, y dos veces la
multitud de náufragos, de seres vivos que se llegan hasta La Meca, también dos
en casa.
Desde mi infancia las llamo “cotorritas”, los famosos bichitos de la luz;
su presencia es arrolladora, casi una nube oscura se asienta sobre las paredes
del dormitorio, y la misma nube une el cielo y la tierra, como si se tratara de
una lluvia. Bajo las dos luces de mercurio que iluminaban la calle Manuela
Pedraza en el Martín Coronado de infancia, era común escuchar el rebote de los
“cascarudos”, plenos de armaduras oscuras y relucientes, pero claro, en la
chacra gualeya descubrí a los “papás” gigantes de aquellos. Distintos calibres
de arañas. Mariposas oscuras, y algunas, de tan oscuras, con pelaje blanco, con
si llevaran pesados vestidos de fiesta. Por la zona de la casa, sabe sobrevolar
un loco lindo (porque para frágil ya está la vida, y si golpeás la puerta, un
día te van a dejar entrar) en un artilugio mecánico hecho en tela de colores,
hierros y motor; el señor hace su ronda ruidosa, más alto o más bajo en el
cielo; en este visitante pienso cuando veo a una especie de cascarudo, más
claro que los anteriores, más pequeño, y que tiene la apariencia de un pequeño
helicóptero. Se queda en suspensión frente a los focos, o frente a las
superficies donde rebota la sabiduría. Hay una cantidad de visitantes que
conozco desde que llegué a la chacra gualeya; en Buenos Aires, ni siquiera en
la provincia: nunca había visto semejante catálogo de bichos.
En los años de infancia es cuando a flor de piel se practican ciertas
crueldades. Recuerdo la costumbre de emprenderla contra las hormigas con un
chorro de tiner y un fósforo. Y fue frente al mar de bichos que parecía brotar
de una rajadura de la vereda, en la esquina del dormitorio que, sin pensar en
nada, siendo un mayor imaginando las profundidades donde se apoya la casa o
simplemente un niño cruel que está de regreso, derramé un nuevo chorrito de
tiner y un fósforo. La luz encendida, además de sabiduría, cargaba con el
secreto de los dioses, el fuego, y salvo los que no se enteraron de nada, los
que no tuvieron tiempo, cantidad de bichitos se arremolinaban en torno al
fuego, para entrar, para pertenecer, para saber, aun a costa de la vida. Vi
llegar desde lejos un cascarudo de gran porte, recorrió casi un metro para
quemarse las antenas, y ponerse a morir a un costado del camino. El fuego, la
luz, casi desaparecía, y los bichitos seguían llegando para saber y morir.
Al principio, cuando descubrí lo que sucedía mientras se encendía la
luz, solo vi en la escena el destino de ignorancia y muerte de muchos, y esos
muchos eran tanto bichitos como seres humanos. Pensé en algo negativo, pero
después la mirada se abrió un poco más. Es decir, es cierto, cientos, miles,
podían marchar al matadero sin saberlo, pero en esa búsqueda hay una pulsión de
vida. Me digo, todos vamos detrás de algo, buscando una guía, o avanzando con
ideas propias porque ya tenemos la susodicha guía, ya hemos elegido. Cada uno
con su luz. Con Dios o sin Dios, toda vida no es más que un camino. Adhiero a
la idea de que es mejor cuando, como dice Saramago, o como se pregunta el “mono
enfermo” de Simpson, se va a conciencia despierta mientras se trata de entrarle
a los barrios centrales de la sabiduría, de la luz. Vamos en busca de algo, y en
esto, además, se agradece, y se espera la existencia de la pasión. Mejor a
conciencia, peor para los que nada más vieron la luz y subieron, aunque repito,
creo que juega también la pulsión de encontrarse con algo, con alguien, en
algo, en alguien: el impulso nos lleva. Después están otras consideraciones
posibles en torno a la sabiduría, como los riesgos que implica acercarse
demasiado a la luz; correr el riesgo, un juego peligroso, pero qué es la vida
sin riesgo. Ida y vuelta, a qué perderla por meter de manera alocada las
antenas en el fuego, y si no preguntarle a Ícaro cómo es venirse abajo desde la
altura. Ícaro, el griego, por curioso terminó en el mar, por ignorar alguna
distancia prudente en torno al sol, y se quedó sin alas, como tantas cotorritas.
Nos lleva la vida, su pulsión, salvo algunos que eligen un exceso de
siesta. Mejor a conciencia despierta, como recomienda la gente que piensa en la
amiga sabiduría, algo así como ir de la mano con ella y estar atento a los
pozos en la vereda, para que nadie se queme con el charco burlón que hacen los
fabricantes de charcos, que ahí también se refleja la luz. Un desafío, los
perdedores, como siempre, serán mayoría; mejor hacerlo siempre a conciencia.
Hace un tiempo escribí: “Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro
rebotar contra la lámpara”. Me pasó en Buenos Aires, me pasa en Gualeguay.
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