domingo, 4 de enero de 2015

Memoria desde Gualeguay

Una vez más en mi vida sigo el impulso de escritura. Una vez más en mi nuevo lugar en el mundo: la ciudad de Gualeguay. Estoy a unos meses de completar dos años de vida gualeya. En estos días de finales año, el pensamiento me lleva a mirar hacia atrás. Existe el toque lógico de melancolía, pero éste nada puede ante la felicidad nacida frente a lo vivido. Hay a favor y en contra como en toda historia, y en este ejercicio de la mirada aparecen algunas constantes de las que quisiera hablar.
Terminé de armar mi biblioteca. Otra vez, y tantas veces mis libros tuvieron que ir dentro de una caja para luego volver a la luz en otro paisaje. En Buenos Aires supieron de distintos lugares: Martín Coronado, San Telmo, Almagro, Boedo, San Cristóbal, Palermo, la vida típica de quien no tiene una vivienda propia. Si hablo de mis libros en la biblioteca, hablo de parte de mi espíritu, de mi alma, de mi patria interna llamada hermano libro. Ellos son parte de mi identidad. Además de la maravilla de la literatura argentina, llegaron otras lecturas desde distintos países: España, Colombia, Chile, Uruguay, Cuba, Paraguay, Brasil: hay mucho de Patria Grande en los estantes. Estos mismos compañeros, estos hacedores de magias que son los libros, me llevaron a tener la suerte de conocer en persona a escritores destacados: José Saramago, Pedro Orgambide, Mario Paoletti, Nira Etchenique, Leopoldo Teuco Castilla, Ignacio Xurxo, Ivonne Bordelois. Después tuve otra suerte mayor: conocer escritores cercanos, escritores maestros, amigos admirados: por su persona y por su escritura: Gabriel Montergous, Hugo Ditaranto, Rubén Derlis, Marcos Silber, María Neder.
Todos ellos tuvieron y tienen su cuota de colaboración en el alma de quien cuenta que acaba de armar, otra vez, su biblioteca. Esta vez en Gualeguay, un paisaje distinto al conocido, y en él la esperanza de, al fin, una vida en familia. Llegué a Gualeguay para ver crecer a mi hija Julia en un ambiente más amable que el de una gran ciudad, para crecer como padre, para crecer como compañero al lado de mi Evangelina. En este paisaje armamos primero una casa transitoria en la calle Carmen Gadea 222, al lado del amigo Enrique Martínez, y cerca de otro amigo, el memorioso Deolindo Romero. Ahí armé mi primera biblioteca gualeya, ahí colgué, por primera vez, un cuadro de mi viejo. Después guardé todo en cajas y llegamos a esta casa con aroma de eternidad.
La avenida del cielo.
Mis libros respiran en una habitación que da al frente, sobre la avenida del cielo. Veo por la ventana: una calle de tierra de la zona de chacras: hay árboles habitando la cercanía del señor celeste; hay pájaros: colores en la altura; los arbolitos de la entrada sueñan en el dibujo de la sombra futura, porque tanto necesitan los días presentes de la fantasía de lo que puede ser mañana; hay gente caminando la vida con el saludo a la mano; hay vecinos dispuestos a la ayuda, habitando el paisaje que dice: yo tengo, te presto, te ayudo. Planté dos arbolitos al frente, y un jacarandá en el centro del terreno del fondo, a unos metros de un espinillo de buen porte que parece a gusto entre nosotros. A esta casa, desde donde tan claro se ve el cielo en la noche, donde tanta estrella habla de la eternidad de la luz, donde la luna llena ilumina el pasto y recorta árboles con la precisión de la magia, a esta casa llegué también con mis buenos fantasmas.
Cada vez que se va un amigo, una persona querida, alguien que me dejó un buen recuerdo, nace el sabor amargo de la ausencia, pero sucede que a poco nomás de andar esa ausencia, aparece el buen fantasma de quien mudó el barrio. Avisa que ha llegado, y amanece su compañía. Guardo conmigo, en esta casa nueva de Gualeguay: el fantasma de Julio Martín, mi abuelo poeta; el fantasma de Gabriel Montergous, amigo y escritor, maestro de escritura: no del lugar donde ubicar la coma, sino maestro del compromiso ético que hay que asumir con el oficio; y con los mismos títulos aparece el fantasma del poeta Hugo Ditaranto: ellos, los creadores, uno hermano del fuego reflexivo de la prosa, el otro urgido por los abismales senderos de la poesía; el fantasma de mi amiga Liliana Bustos, que temprano se fue de esta tierra: ella, la apasionada por las imágenes, la que conservaba la memoria de las fotografías viejas. Todos ellos saben de mi casa en la zona de chacras.
En estos días me encuentro aguardando la llegada del buen fantasma de mi tío Juan. Viene en viaje, porque su “gladiadora cuerpería”, diría el poeta Marcos Silber, dijo basta allá lejos en Estados Unidos. Quiero que sepa de mirar el fondo de la casa cuando me siento en la noche de la galería a adivinar los contornos del espinillo y del flaquito del jacarandá. A mi tío le contaría que en la nota sobre el escritor Guillermo Wiede y su libro “El Palacio de Septiembre”, hice mención de unas líneas en que el autor habla del significado que el jacarandá tenía para él: “(…) era el árbol único de nuestro patio y constituía por sí solo un jardín entero; sus flores lilas, campanillas, ínfimos cálices perfectos de opalina estaban al mismo tiempo en el árbol y a sus pies; repetían en el suelo la brillante corona de la copa como si cada flor caída fuese reemplazada, instantáneamente, por otra idéntica, renaciendo sin pausa”. Esa imagen se quedó en mi memoria, veo mi árbol muchachito y lo imagino florido, repitiendo el cielo sobre la tierra, que es donde debería existir el paraíso, lo dicho antes: construimos el presente con retazos de ensoñaciones futuras. Le contaría a mi tío que luego de publicada la nota, la hija del escritor, Celeste, me escribió: “Hablás del jacarandá, y sabés qué, mi viejo está bajo uno. Él se eligió ese lugar para su descanso eterno, su amado jacarandá”. Y le diría a Juan, mientras hacemos memoria y volvemos a saborear unos tragos de Jack Daniel’s, su bebida predilecta, que la vida tiene estos momentos, o mejor, estas sintonías. Que todo girara, a partir de la literatura, en torno a un árbol, que ese texto despertara mi mirada y viera todavía más especial a mi jacarandá, que luego, sin saber nada más de la cercanía de Wiede y el árbol, me enterara de que descansa bajo uno de esos universos lilas, que tanto adornan las plazas de Gualeguay, digo: todo este relato es una prueba de la existencia de lo que llamo el costado mágico de los días. Las distintas sintonías están presentes a cada paso: están las reconocibles, las palpables, esas de las que tenemos pruebas de su existencia a cada momento, no voy a entrar a detallar la realidad que golpea cada una de nuestras puertas, pero después de lo reconocible, después de aquello de lo que el hombre en mayor o menor medida es consciente, aparece lo mágico, aquello de lo que el hombre prácticamente no se entera: lo mágico circula en un costadito y solo se deja ver cuando la jugada, eso que muchas veces llamamos casualidad, ha hecho irrupción en el cotidiano. Porque no todo es causalidad, si no dónde ubicar el trabajo de los poetas.
Sé que el buen fantasma de mi tío Juan está en camino hacia mi casa de Gualeguay, lo mágico de los días también ayuda a estos viajes, a enterarse de las otras presencias, porque hay otro mundo dentro del nuestro, y ese otro mundo sabe de anclarse en este a través de objetos, y a través, algo fundamental, del sueño, que es la gran puerta.
Mi tío fabricó varias lámparas, que por causas que sería largo de explicar, quedaron en mis manos, y hoy muchas iluminan esta casa en Gualeguay. Creo que de alguna manera él encontró en (con) ellas la luz que tienen los espíritus: luces cálidas, tenues, lejanas a lo material, luces inmersas en un impromptu de Schubert. Son esas lámparas, luz y silencios, la guía para la llegada del fantasma de mi tío a Gualeguay. Son esas lámparas, en este caso, el nexo, el puente entre los mundos.
Distintas se ven las tormentas en esta zona de Gualeguay. Algunas casas aguardan la descarga, mucho cielo abierto, pocas luces avisan de la presencia de gualeyos. A mi tío le va a gustar el espectáculo. Hace unos días, cerca de las once de la noche, empezó una función dantesca: lluvia apasionada, fuegos y centellas en el cielo componían un funambulesco rompecabezas, cielo quebrado por una tijereta loca; el viento era el aullido de la bestia más grande que jamás haya transitado mi imaginación: el espinillo, y qué decir del jacarandá, estaban envueltos en una danza que sólo podrían describir lectores fervorosos de Lovecraft, la alimaña descarnada de Providence; la luz eléctrica dio las hurras, durmieron las lámparas de Juan, y la casa toda pareció entonces un barco en una tormenta pintada por Turner, el pasto era el mar y los árboles la olas gigantes, crujió la arboladura, pero nunca nos hundimos, por eso puedo contar esta visión fantástica que fue realidad en nuestra Gualeguay.
Esta ciudad es un lugar amigo que respeta el tránsito de sus buenos fantasmas: que nacidos, fundados sobre esta tierra gualeya, siguen entre su gente. Pienso en algunos de los notables como Juan José Manauta, Roberto “Cachete” González, Derlis Maddonni, Pepe Quintana, Emma Barrandéguy, Antonio Castro, y también en los que en esta susodicha condición etérea honran el hecho de haber sido simplemente artífices de una vida, un mundo, un quehacer cotidiano: ahí su obra.
Podría destacar muchas almas compañeras de mi tránsito gualeyo, pero elijo nombrar un puñado en representación del espíritu guía que ofrendan tantas personas: generosidad y amistad con la historia del paisaje y sus criaturas: Tuky Carboni, Daniel González Rebolledo, Nidya Rampoldi, Aron Jajan, Pipo Etulain, Omar Morel, Federico Ántola, Ubaldo Arnaudín.
Todos inmersos en la frontera entre la realidad y la magia: inmersos en un mismo nombre para la ciudad y el río: Gualeguay.

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